Este texto es un adelanto del número especial que Revista Presente publicará en julio a propósito del nacimiento de Franz Kafka el 3 de julio de 1883.
Leer a Kafka es inquietante. Es experimentar cómo la angustia crece con sigilo y se afianza con cada párrafo. Se siente en los diálogos, en las descripciones que parecen no describir del todo, en el ritmo de su prosa que avanza como si tropezara, y en los silencios, esos espacios donde algo —lo indecible— se mantiene vibrando con más fuerza que cualquier enunciado. La incomodidad no es gratuita, responde a su biografía, a una vida en la que el extrañamiento es también una forma de estar en el mundo. Sus cartas a Felice Bauer son prueba de ello, un testimonio escrito de un amor que nunca halla reposo, una relación de gestos truncos, de acercamientos frustrados, de ternura suspendida en la duda, en la imposibilidad misma de amar sin asfixia, en el absurdo que también rige sus ficciones. Y, sin embargo, ni ella, ni nadie, puede detenerse una vez que comienza la lectura de esas cartas, aforismos, relatos y novelas. Algo en su escritura —una especie de hipnosis, tal vez— retiene: en Kafka hay una atracción por lo incómodo, por ese tipo de familiaridad que duele, que desajusta.

Pienso en ello mientras leo El Desaparecido, o América, como también se le conoce. Allí está Karl Rossmann, un muchacho que, tras un tropiezo en el viejo continente, es arrojado al otro lado del océano, a una tierra que se anuncia como promesa, pero que pronto revela su rostro más áspero, más hondo y desolador. Estados Unidos aparece, al inicio, como un escenario amable, casi luminoso, una tierra de oportunidades, pero basta con afinar la mirada, detenerse un instante más, para advertir la maquinaria opresiva que lo envuelve todo. Karl camina entre personajes que se presentan con cortesía pero que lo despojan, poco a poco, de toda estabilidad. Nada parece salvarlo: ni su docilidad, ni su buena voluntad, ni su deseo de pertenecer. Cada paso, cada encuentro, cada elección y cada titubeo desgastan su ser y erosionan su identidad hasta dejarlo convertido en una sombra de sí mismo.
No dejo de leer. Espero una redención, un giro inesperado que auxilie al protagonista—un refugio, una tregua, una recompensa. Mi espera es, por supuesto, kafkiana: absurda, inútil, destinada a frustrarse. Porque yo sé que la novela está incompleta, que Kafka nunca logró terminarla. “Se me escapó”, escribe en su diario, como si el texto, como si Karl mismo, hubiera huido de su control, deslizándose hacia un destino que no puede prever. Lo que hay como cierre —ese capítulo que no encaja del todo con los fragmentos anteriores— no ofrece consuelo. No hay certezas: no se sabe si se trata de algo onírico, de una antesala del cielo o del infierno, o de una metáfora sombría de la deportación, del exilio. Lo único claro, irrefutable, es que Karl ya no es el mismo. El viaje le ha quitado hasta el nombre, y yo estoy ahí, sin saber si la situación me molesta o me entristece. En silencio intento reconstruir su historia, como si despertara de un sueño demasiado nítido para olvidarlo, pero demasiado extraño para entenderlo.
El malestar que nace al leer a Kafka se presenta como una herida inmerecida, una punzada que descoloca precisamente porque uno llega hasta su obra con la mejor disposición, con el ánimo abierto, incluso con afecto. Nadie me obliga a leerlo, nadie me arrastra a su mundo de corredores sin salida y normas que nadie explica; soy yo quien decide perderse en sus páginas pese a la objeciones de mi esposa, quien me sugiere que ocupe el tiempo en algo más y no en esta obsesión que hace que decaiga mi ánimo. Pero es exactamente lo que Kafka quiere: sus personajes, como yo, sufren por estar ahí, por existir, por seguir avanzando absurdamente.

En La metamorfosis, acaso su obra más emblemática, Gregor Samsa amanece convertido en un insecto repulsivo sin explicación, sin haber hecho nada para merecerlo. Es un hombre que trabaja, que sostiene a su familia, que no exige demasiado. Pero, de pronto, se transforma en una criatura grotesca, con una voz que ya nadie comprende. El cambio no es sólo físico: poco a poco, va perdiendo su lugar en el mundo, su capacidad de ser escuchado, de ser amado, de ver reconocida su dignidad.
Y ahí estoy yo de nuevo, lector, atrapado entre el rechazo que me provoca su nuevo cuerpo y la piedad que me despiertan su soledad y su lenta agonía. A diferencia del recuerdo que conservo de aquella primera lectura, hecha en mis años de estudiante, cuando sentí apenas desagrado, ese insecto que se arrastra por las paredes de lo que fue su habitación logra conmoverme; y su familia —con su incomprensión, su violencia y su rechazo— me indigna. Entonces comprendo que no sólo estoy sintiendo compasión, sino también rabia: una rabia dirigida al propio autor. ¿Por qué me hace esto? ¿Por qué me obliga a acompañar con ternura aquello que todos aborrecen?
Así vivió también Kafka, con un malestar que, en apariencia, le era inmerecido, aunque algo, en lo más hondo de su conciencia, le decía lo contrario. Porque al mismo tiempo que pretende que compadezca a sus personajes, quiere que descifre si es víctima o responsable. Su temperamento, tan agudo que rozaba el narcisismo, no era un simple rasgo de carácter, sino una forma de sobrevivir a la sensación de insuficiencia. Encontraba en sus amantes —en Felice, en Milena, en otras— un medio para mejorar su prosa, sin nunca comprometerse del todo, sin permitirse ser el otro que se entrega y se queda. No era por desdén, o no sólo; era porque no podía, porque dentro de él habitaba una conciencia que lo minaba, que le decía que no era suficiente para sostener una relación, para ser esposo, ni mucho menos padre. Y entonces aparece la culpa. Una culpa espesa, densa, que no sabe cómo contener, que a veces lo hace sentirse, a él mismo, como un escarabajo que se arrastra por los rincones del mundo sin saber nada salvo que produce repulsión.

En esa culpa crece el resentimiento hacia el padre, figura que se alza como juez, como guardián que impide el paso hacia la redención. Porque si Dios no puede ser el culpable —porque está muerto—, entonces es el padre quien debe cargar con el peso de los fracasos, de los pecados sin nombre. No es casual: cuando Kafka escribe, el psicoanálisis empieza a dar nombre a ese desplazamiento, a esa transferencia de sentido. Pero incluso cuando el padre queda en silencio, cuando ni siquiera su figura puede explicar el dolor, Kafka encuentra a otro responsable a quien llevar Ante la ley que lo rige todo. Porque también está eso: el sinsentido de la vida, la enfermedad que llega sin aviso, la tuberculosis que lo devora por dentro sin haber sido llamada.
Así Kafka, en el umbral de sus últimos días, se disuelve en la figura de Josef K., protagonista de su segunda novela inconclusa, atrapado en un Proceso cuya lógica —si es que tal cosa existe en su mundo— es incontrolable desde el inicio. Acusado de un crimen que jamás se nombra y cuya naturaleza permanece oculta, el protagonista es arrastrado por una maquinaria judicial que no pertenece a ningún tribunal conocido, sino a una autoridad invisible, impalpable, casi teológica, cuya existencia misma no se puede verificar. El proceso no busca justicia, sino desgaste; no esclarece, desfigura. Poco a poco, K. va cediendo y es convertido en una caricatura del hombre que fue. Cuando por fin se rinde —si es que a ese abandono puede llamársele rendición—, cuando acepta su destino y su cuerpo ya no opone resistencia, dos hombres lo acorralan, y uno de ellos hunde un cuchillo en su pecho. Josef K. alcanza a decir, mientras se apaga: “¡Como un perro!” Pero no es un grito, ni una súplica, sino la constatación de lo inaceptable. “Nuestra salvación es la muerte, pero no ésta”, escribe Kafka en sus cuadernos.
Así llego al final de su obra, agotado, con una sensación confusa que no sé si llamar sufrimiento, gozo o vértigo. No sé si es cierto que debería ocupar mi tiempo en otra cosa, o si, por el contrario, debo empezar de inmediato con otra de sus biografías, esas que compro compulsivamente conforme avanzo con mis lecturas. Me resulta irónico, casi cruel, que a diferencia de Jean Jacques Rousseau —otro melancólico, otro desbordado por su sensibilidad—, Kafka no me genera simpatía. Me irrita. Me incomoda su historia, su pose, su escritura envuelta, la forma en la que quiere ocultar su culpa en los demás. Pero aquí sigo: reviso mis notas, regreso una y otra vez a los laberintos de La madriguera (o La Construcción) en donde se repliega en cada frase para ocultarse del mundo exterior. Se esconde, sí, pero también se muestra, poco a poco, como realmente es: un brillante escritor con una angustia creciente. Y yo estoy con él, Kafka está presente. Algo cambia en mí. No soy el mismo que comenzó a escribir estas líneas; pero aún no sé si me estoy transformando en escarabajo, si estoy frente a una Condena, si me encuentro en medio de la Descripción de una lucha entre lo real y lo imaginario, o si, simplemente, me descubro como uno más entre quienes habitan un Castillo que rige absurdamente su existencia.
