En el Siglo XX, el comunismo fue un fantasma que, a decir verdad, recorrió muy escuetamente América Latina. Con las salvedades de Cuba en 1959 y Nicaragua en 1979 (cuyos regímenes son discutibles en cuanto a su tipo), la realidad es que el comunismo no se trató de una forma de gobierno extendida, generalizada y duradera en la región; y ha solido fungir más como compañero de ruta de otro tipo de izquierdas -como las nacionalistas-desarrollistas-, que como protagonista de proyectos gobernantes en el subcontinente.
En suma, en América Latina el comunismo ha sido una fuerza más o menos marginal en la historia de sus gobiernos. Su contraparte, el anticomunismo, en cambio, sí ha sido un articulador político poderoso, no sólo como ideología de movimientos y trasfondo de instituciones, sino que ejerció como el protagonista del subcontinente durante la Guerra Fría global, dominado en Centroamérica y el Cono Sur por dictaduras militares de origen golpista y de identidad anticomunista.
Son muchos los rostros del anticomunismo. Algunos de ellos radican en la crítica filosófica legítima -desde el catolicismo, el liberalismo e incluso las izquierdas antibolcheviques– contra el comunismo o las prácticas de los regímenes que se autonombran comunistas. En ciertos momentos, el anticomunismo ha sido puntal contra el autoritarismo en contextos euroasiáticos. Son plurales sus raíces, diversos sus emisarios y variados sus impactos en el mundo.
Sin embargo, el anticomunismo en América Latina, y sobre todo en la Guerra Fría, no se caracterizó, en sus principales emisarios, por tender a la ruta democrática. Por el contrario, el papel que ese articulador ideológico fungió durante la confrontación bipolar fue una excusa excluyente que justificó diversos golpes de Estado (Guatemala en 1954 y Paraguay en 1954; Brasil en 1964; Argentina, Chile y Uruguay en los setenta, etcétera) y que operó como legitimación para diversos actos represivos, desde la persecución ideológica hasta el aniquilamiento de opositores de todo signo, donde desbordan los casos de los regímenes dictatoriales de Pinochet en Chile (1973-1989); la Junta Militar argentina (1976-1983) y Centroamérica en los ochenta, cuyas cifras de muerte y dolor son de magnitudes brutales.
Más allá de las particularidades de cada caso y de los factores que los permitieron -donde la hegemonía y política exterior injerencista de Estados Unidos fueron sólo dos de las variables, que también deben incluir el papel y agencia de las élites locales y las redes supranacionales construidas a nombre del anticomunismo, como el Plan Cóndor- ese periodo tuvo un factor común en la presunta justificación de Golpes de Estado y dictaduras bajo el gran signo de la Guerra Fría: el anticomunismo era ante todo una presunta alerta en contra de una amenaza externa de origen soviético.
Así, para los principales emisarios del anticomunismo de ese período, el comunismo no era una tanto una doctrina filosófica o económica sino el embozo de una amenaza geopolítica rusa, y los comunistas -y por extensión otras izquierdas- no eran actores políticos con una postura propia sino intermediarios, sin capacidad de agencia, del expansionismo soviético. Se excluía a las izquierdas no por sus propuestas, proyectos o tesis, sino que en última instancia, excluirlas significaba protegerse de un presunto intento invasor de la gran potencia del Este.
Si bien este tipo de pensamiento fue característico de la Guerra Fría global, no se inventó en ella y ha sido un punto de quiebre en el imaginario de las derechas en el mundo desde inicios del siglo XX.
Como plantea Markku Ruotsila[1], más allá del eterno “pensamiento conspirartivo” propio de diversos movimientos reaccionarios-religiosos del siglo XIX e inicios del XX (precursores de visiones inmovilistas de la sociedad, donde cualquier cambio era visto como una amenaza producto de alguna maquinación extraña), el periodo entreguerras de la centuria pasada sería fundamental para consolidar en diversas derechas la idea de que “comunismo” y “amenaza externa” son dos elementos que necesariamente corren juntos.
Esa idea se derivó no sólo del triunfo de la Revolución Rusa y su posibilidad de tornarse en un inspirador para los comunismos de otras latitudes, sino que había tres elementos a ello circundantes: que dicha revolución triunfara liderada por el ala bolchevique y “radical”; que dicho triunfo se haya dado específicamente durante la recta final de un conflicto geopolítico sin precedente: la Primera Guerra Mundial; y, sobre todo, que los revolucionarios rojos hayan concretado, en ese peculiar marco, acuerdos de Paz con una de las partes en conflicto: Alemania.
A los ojos de diversos conservadurismos (sobre todo del mundo anglosajón, preocupados además por el ascenso en sus países de proyectos que sin ser comunistas eran reformistas, como el “liberalismo nuevo” de Woodrow Wilson), esos elementos advertían que la naciente nación soviética sería una potencia necesariamente expansionista, no sólo por el componente internacionalista del marxismo-leninismo, sino porque los líderes bolcheviques podrían reproducir el expansionismo prusiano de los siglos XVIII y XIX, dados sus pactos de paz y entendimientos con líderes alemanes en esa coyuntura. Esta interpretación del mundo, más las reales anexiones geográficas de la URSS en los veinte, y el hecho de que el grueso de los partidos comunistas del mundo tomaron a esa naciente potencia como referente, fueron el sustento para confirmar la tesis de que el comunismo era en el mundo un caballo de Troya que envolvía una pretensión expansiva de la Unión Soviética.
Sin embargo, la Segunda Guerra Mundial significaría un suspenso a esta postura, en tanto que las potencias de occidente y la Unión Soviética marcharon juntos ante el enemigo común del fascismo. Poco después la conclusión de la conflagración y el orden geopolítico resultante fueron el pábulo para un punto de inflexión: la consolidación del fantasma soviético como una permanente amenaza exterior expansionista. La Guerra Fría no inventó esa tesis, pero sí la llevó a su máxima expresión y dio pábulo para la solidificación del anticomunismo menos como una crítica legítima al comunismo y más como una coartada instrumental para legitimar actos de todo tipo, incluidos antidemocráticos y represivos, contra una variedad de actores políticos de diverso signo, acusados sin distinción de “comunismo” y de estar al servicio de una amenaza más imaginaria que real en ciertas latitudes: la amenaza del imperialismo soviética.
La confrontación bipolar significó una política exterior invasiva de dos potencias, pero el anticomunismo como coartada deliberadamente obvió que no era el mismo nivel de influencia el que podía tener la Unión Soviética en zonas como Medio Oriente y Europa del este que en otras regiones. Fue el caso de América Latina, cuyas élites conservadoras -sobre todo militares, católicas, terratenientes, financieras y exportadoras- aprovecharían el panorama ideológico internacional de la Guerra Fría para superar el relativo retraimiento que, a mediados de ese siglo, les significó el avance de proyectos desarrollistas en el subcontinente, como el cardenismo, el régimen de Árbenz en Guatemala, el peronismo y otros gobiernos reformistas.
Desde el primer golpe de Estado de la Guerra Fría en América Latona en 1954, contra Árbenz precisamente, y tras el singular triunfo de la Revolución Cubana en 1959, fue persistente en la región el descrédito contra actores de diverso signo -ya fuera el reformismo agrario de Árbenz hasta el socialismo democrático de Allende en Chile- no sólo bajo la etiqueta “infamante” de ser “comunistas”, sino que además ello necesariamente iba en pos de intereses de una potencia geopolítica externa. Con vaivenes y resistencias, esta inercia fue la regla en la región desde 1954 y sobre todo tras 1964, año del Golpe de Estado anticomunista en Brasil, periodo donde en América Latina menudearon las excepciones de gobiernos no golpistas, con México como caso sobresaliente.
Derechas, anticomunismo y “amenaza externa” en México.
El anticomunismo en México durante la Guerra Fría fue de excepción. País dominado el grueso del Siglo XX por un régimen autoritario pero emanado de una Revolución que se proclamó “por la justicia social y contra la derecha y la Reacción”, no sólo no tuvo una identidad abiertamente anticomunista en su seno, como sí ocurrió en otros países de la región, sino que, por diversos factores (donde sobresale su estabilidad política producto del autoritarismo selectivo y de ciertas políticas de bienestar), sobresalió en la Guerra Fría como un país con relativa autonomía en política exterior; con un visto más o menos bueno de parte de ambas potencias protagónicas de la confrontación, y, destacadamente, como un país donde no hubo un golpe de estado ni régimen militar anticomunista de él emanado.
Como plantean Lorenzo Meyer[2] y Ariel Rodríguez Kuri[3], el anticomunismo en México desde el gobierno existió en el plano interior, pero fue más casuístico que sistemático, más discreto que abierto, y, como ideología identitaria, fue más parte de actores sociales -donde destacan la jerarquía católica, empresarios y partidos de oposición- que gubernamentales. Las instituciones anticomunistas en México fueron, a diferencia de otros países, primordialmente informales y tienen en sus expresiones más represivas en los grupos paramilitares y militares que ejercieron la llamada “guerra sucia”; o en prácticas como la desaparición forzada y episodios como la matanza de Tlatelolco. La “discreción” del anticomunismo oficialista mexicano no radicó en su flexibilidad, sino en que se ejerció, a diferencia del Cono Sur, de forma subrepticia y bajo una retórica que se pretendía progresista.
El anticomunismo mexicano abiertamente identitario fue más del orden civil que oficial, sito en sectores a la derecha que veían con el mismo escepticismo anticomunista tanto al gobierno como a sus críticos de izquierda, actores ambos a quienes ubicaba bajo la égida de la ubicuidad soviética. Grupos desde la época cristera preocupados por infiltraciones comunistas; grupos laicos pero religiosos preocupados porque los libros de texto de la educación pública “estarían al servicio de la URSS”; grupos de choque estudiantil de identidad anticomunista opuestos al proyecto de Lázaro Cárdenas, organizaciones secretas o discretas preocupadas por una conjura “masónica-judía-comunista” internacional; grupos empresariales organizados en torno a hacer frente a políticas monetarias del gobierno u organizaciones partidistas o protopartidistas -como el Sinarquismo o el Partido Acción Nacional- cuyo seno y discurso recurrió sistemáticamente al anticomunismo para posicionarse ante el régimen posrevolucionario.
La articulación entre partidos de oposición y cúpulas empresariales en torno al anticomunismo no fue poca cosa. Destacan dos coyunturas. La fundación del Consejo Mexicano de Hombres de Negocios en 1962, por ejemplo, discursivamente buscaba ser una entidad “para atraer inversión”, pero en los hechos fue una reacción ante la política energética estatal de López Mateos y el papel de México ante la Revolución Cubana, ambos hechos vistos y descalificados como supuesta proporción al “comunismo”. La fundación del Consejo Coordinador Empresarial en 1975, asimismo, pretendía ser un grupo “interlocutor ante el gobierno”, pero en los hechos fue un frente que dio participación inédita de los empresarios en política y pretendía acusar de “comunismo” al gobierno de Echeverría dada su política exterior, que preconizaba instrumentalmente a favor de actores políticos como Salvador Allende. Esa inmersión empresarial en la política tendría puertas abiertas en el PAN, que, también en un hecho inédito, como recuerda Soledad Loaeza[4], desplazó la añeja idea de Gómez Morin de tener un partido ciudadano de cuadros, para priorizarle espacios a los grupos empresariales ávidos de participar en política.
En esa mancuerna entre empresarios y el PAN, el rechazo al comunismo bajo la clave de que cualquier política o acción estatal, o de carácter público, popular o social, o cualquier solidaridad -ficticia o genuina- con actores políticos del exterior, tendía a ser embozo de una amenaza externa soviética, estuvo sistemáticamente presente y tuvo momentos cumbre, principalmente tras el asesinato de Eugenio Garza Sada -liderazgo ineludible del empresariado mexicano- y en 1982, tras la nacionalización de la banca. Premisas como la “sovietización” de México, “la allendización” del gobierno de Echeverría, o exigencias para que el gobierno condenara movimientos políticos de izquierdas en América Latina, conllevaban la idea central de la Guerra Fría global y el anticomunismo: el aprovechamiento de parte de ciertas élites del panorama ideológico internacional para buscar un fortalecimiento propio.
Así, el anticomunismo en México durante la Guerra Fría fue excepcional en América Latina en cuanto a sus emisarios centrales e identitarios, pero no lo fue en cuanto a su construcción de adversarios, donde la idea de la amenaza externa soviética estuvo presente tanto en el anticomunismo oficial y casuístico del régimen posrevolucionario (para el cual fue siempre una coartada instrumental para debilitar y reprimir opositores de todo signo), como en el anticomunismo de las derechas en el ámbito civil, donde operó a veces como una convicción férrea contra adversarios de las izquierdas o como una forma de articularse frente a los gobiernos “de la revolución”.
La década de los ochenta no sólo trajo un viraje ideológico en los gobiernos posrevolucionarios a favor del “libre mercado” que modificó la relación del poder con los empresarios y con el propio PAN. También trajo una reagrupación de las izquierdas mexicanas, que cobraban fuerza a raíz de la escisión nacionalista del PRI en 1986, paradójicamente mientras en el panorama internacional el campo socialista se debilitaba, el Muro de Berlín caería pronto, y la Unión Soviética se disolvería en 1992, para dejar en ascuas la casi centenaria idea en el imaginario anticomunista de que desde ahí se operaban las amenazas geopolíticas globales.
¿Qué pasaría en el imaginario anticomunista contra una “amenaza externa”, cuando el epicentro de esa amenaza quedaba disuelto?
México 2006 y la reproducción de la amenaza externa: hacia la construcción de un anticomunismo post-soviético en América Latina
El fin ortodoxo de la Guerra Fría global fue contemporáneo a la llamada tercera ola democratizadora en Latinoamérica. El fin del bloque socialista y la URSS casi corrió paralelo al fin de las dictaduras anticomunistas en América Latina y la tesis generalizada de que “el libre mercado” resultaría el campo vencedor de la larga confrontación bipolar. La democracia electoral parecía abrirse campo para desplazar regímenes autoritarios, aunque de ellos no desapareció del todo su legado y prácticas.
Si bien México fue excepcional en lo relativo a la ola de golpes de Estado de la Guerra Fría en América Latina, no lo fue en cuanto a la ola democratizadora, pues se suscitaron ciertos visos de apertura producto de diversas luchas sociales, entre ellos la Reforma Política de 1977 y, tras la resistencia al fraude de 1988, la construcción de un organismo electoral autónomo, México vivió su propio proceso de alternancia en el año 2000, luego de setenta años de gobiernos del PRI, que en sus últimos tres sexenios había preconizado ya una política económica librecambista y privatizadora, ajena a los principios básicos de la Revolución Mexicana.
La alternancia en 2000 favoreció al principal partido de las derechas del Siglo XX mexicano: el Partido Acción Nacional, cuyo seno contenía una fuerte tensión histórica entre diversos grupos: los visos de democristianismo, la ola empresarial que desplazó otros liderazgos en el partido desde los años setenta, y una no irrelevante ala de extrema derecha que, durante el mandato de Fox, ganó no pocos espacios de toma de decisión en la administración pública.
La segunda parte del sexenio foxista estuvo marcada por el conflicto contra el entonces Jefe de Gobierno de la Ciudad de México, Andrés Manuel López Obrador, triunfante en 2000 como candidato de una coalición liderada por el hasta entonces principal partido de las izquierdas mexicanas: el Partido de la Revolución Democrática, fuerza resultante del Frente que postuló a Cuauhtémoc Cárdenas en 1988 y que amalgamaba tanto a la escisión del nacionalismo priista -separada del tricolor ante el giro neoliberal de 1982- como a rostros del socialismo histórico mexicano como de la izquierda social.
Gobiernos contrastantes, el de López Obrador pretendía, con todo y una variedad de deficiencias, ser un contrapunto antineoliberal, al ponderar diversos programas sociales y obra pública; mientras que el de Fox había tratado de profundizar las reformas estructurales en pos del libre mercado y había reconfigurado por razones meramente ideológicas dos espacios fundamentales: la relación del gobierno con la Iglesia católica y un quiebre inédito en las relaciones exteriores.
Sea por convicción, conveniencia o instrumentalización, las relaciones exteriores mexicanas en el siglo XX, sobre todo en la Guerra Fría, se habían destacado por su relativa autonomía y su tendencia a no entronizar conflictos, a no respaldar dictaduras anticomunistas y a no subsumirse a la agenda del gran actor hegemónico en la región durante ese periodo: Estados Unidos.
Sin embargo, la alternancia significó un cambio radical en ese sentido, en tanto que la confluencia ideológica del gobierno de Fox con Washington era prácticamente plena, lo que implicó que el gobierno mexicano, a la par de su homólogo estadunidense, actuara como vocero internacional de proyectos librecambistas en contraste con otros proyectos de integración económica como el Mercosur.
Las Cumbres celebradas en Monterrey en 2002 y en Mar del Plata en 2005 ejemplificaron la defensa mexicana de una agenda ideológica estadunidense y en favor de la propuesta del ALCA, que chocaba con la idea de Mercosur de un mercado común pero restringido en áreas estratégicas (el ALBA).
Esos contextos fungieron, también de manera inédita, de escenarios para que México se conflictuara diplomáticamente con dos países latinoamericanos: Cuba y Venezuela gobernados respectivamente tanto por el único socialismo sobreviviente a la caída de la URSS -el de Fidel Castro– como por el primer país del llamado “giro a la izquierda en América Latina”, encabezado por Hugo Chávez, cuya figura, desde 2002 -cuando fue objeto de un fallido Golpe de Estado que México, contrario a su tradición del siglo XX, no condenó contundentemente- se había convertido en el PAN en un personaje de contraste y en un enemigo público, no sólo por el modelo de país que representaba, sino por su acelerado activismo internacional, donde fungía en los hechos como vocero contrario a la hegemonía estadunidense, a la que el gobierno mexicano se había adherido.
Con menos tacto que sus antecesores del viejo régimen, las relaciones internacionales de la alternancia mexicana no tuvieron empacho tampoco en mostrar sus filias y fobias, y usaron como pábulo de casi ruptura y de ruptura inéditas los escenarios de 2002 y 2005. Con el penoso episodio del “comes y te vas” dicho a Fidel Castro en 2002 para satisfacer al gobierno de Bush, y con la expulsión del embajador venezolano en México en 2005, a raíz de un conflicto verbal protagonizado por Fox y Chávez en torno a la inconveniencia de construir el ALCA en la Cumbre de Mar del Plata, dejaron en claro que la tradición internacional de México había sido desplazada por una política donde la fobia ideológica del gobierno foxista contra las izquierdas jugaba un papel fundamental.
Al igual que ocurrió en la Guerra Fría, la derecha mexicana, ahora en el poder, hizo uso del panorama internacional para lograr un fortalecimiento ideológico propio en contra de adversarios de corrientes ideológicas distintas a la suya, en la cromática de las izquierdas.
Después de la elección de 2003, que significó un retraimiento del panismo y un repunte indiscutible de López Obrador en la Ciudad de México, cuyo partido arrolló en las elecciones locales, el panorama hacia 2006 tenía un contendiente que lideraba las preferencias electorales a nivel nacional: el gobernante de la Ciudad de México.
El gobierno de Fox, en reproducción de viejas taras autoritarias, intervino ilegítimamente con tal de frenar las aspiraciones del tabasqueño, no sólo con asonadas mediáticas diversas (como los videoescándalos), sino también con una acción ilegítima donde la Procuraduría General de la República de su gobierno sembró una acusación falsa contra el Jefe de Gobierno por desacato, el llamado proceso de desafuero de 2004-2005, hecho que pudo haberlo dejado fuera de la contienda presidencial. Sin embargo, una amplia movilización ciudadana, la condena internacional, y la falta de pruebas, orillaron a la PGR a desistir su acusación, sin que se borrara el perfil injerencista electoral del gobierno de Fox.
El fin del desafuero fue la antesala de la contienda electoral de 2006, encabezada por dos aspirantes: el que, postulado por una coalición encabezada por el PRD, lideraba las encuestas, y el candidato de la continuidad panista, Felipe Calderón, cuyo inicio de campaña estuvo marcado por la inopia y la irrelevancia, centrada en el discurso de ser un candidato “de manos limpias”.
Sin embargo, poco efecto surtió el intento panista. Del 19 de enero de 2006 a inicios de marzo de ese año, la tesitura en las encuestas fue la misma y la contienda parecía tener un ganador anticipado en López Obrador. En ese contexto, el PAN en el poder, y también de manera inédita, dio paso a una campaña que friccionó sin ningún prurito la legalidad electoral.
Contraviniendo el Código Federal de Instituciones y Procedimientos Electorales, Cofipe, el eje central y oficial de la propaganda de Calderón se olvidó de promover su imagen y se centró en atacar a su adversario, puntero en las encuestas, dado que de otro modo, según voces de los propios artífices de esa estrategia (como Antonio Solá), de otro modo sería imposible revertir la decena de puntos porcentuales con que iba en desventaja el panista.
Las matrices principales de esa campaña fueron dos: una principal, consistente en acusar a AMLO de blandir un proyecto de irresponsabilidad económica, y una segunda que lo comparaba, con la etiqueta de “intolerantes” a ambos, con el mandatario venezolano Hugo Chávez, a raíz del episodio de confrontación de éste con Fox en noviembre de 2005 en Mar del Plata.
La propaganda panista en ese sentido fue el discurso central de campaña de Calderón, que confirmaba así una línea inédita en la diplomacia mexicana inaugurada en 2002, cuando en el seno panista Chávez fue aupado como una nueva “bestia negra” latinoamericana por encima de Fidel Castro, cuestión que sin embargo no era inédita en el ideario de las derechas, habituadas desde el fantasma comunista a la utilización de referentes externos para construir enemigos internos.
Poco después, la reproducción de esta práctica se ahondó: tras una débil insinuación de la prensa mexicana sobre una supuesta intromisión del gobierno de Hugo Chávez a favor de AMLO en las elecciones, mandando supuesto apoyo logístico, material y bélico, publicada por el diario La Crónica de hoy en marzo de 2006 con base en asociaciones forzadas -práctica propia del macartismo de la Guerra Fría-, el PAN usaría esa nota como única prueba para denunciar a AMLO ante el Instituto Federal Electoral, mientras que la Cámara de Diputados, a instancias del legislador panista Rodrigo Iván Cortés, gestaría una comisión investigadora de ello.
Con ese tema en el ambiente, y basado en tal escaramuza, la campaña panista arreció en sus espots de propaganda de ataque comparando a AMLO con Chávez, mientras que, también de manera inédita, organismos empresariales violarían asimismo el Cofipe, pues pese a tener prohibida la contratación de espots de contenido proselitista, el Consejo Coordinador Empresarial -nacido en plena Guerra Fría internacional y en plena guerra de empresarios contra el régimen mexicano en el plano nacional- emitió una serie de mensajes de velado apoyo a Calderón y en contra de un “retroceso económico” en caso de que ganara el proyecto de López Obrador. La emisión de espots fue copiosa en todos los planos mediáticos pese a la legalidad que rompía.
Más tarde, en la recta final de la campaña, en la segunda mitad el mes de junio se suscitó el retorno a secas de la impronta anticomunista. En una serie de espots de propaganda negra promovidos abundantemente, y aparecidos en todos los canales de televisión en horarios también ilegales, emitidos por un membrete fantasma llamado “Sociedad en Movimiento” (que después se supo estaba conformado por integrantes de la Coparmex de Chihuahua y promotores de Felipe Calderón en esa entidad), usaron como única matriz ideológica de campaña la figura de Hugo Chávez, a quien exponían como promotor de violencia y resaltaban emitiendo la frase “¡Socialismo o muerte!”.
Tanto la campaña del PAN, como las campañas laterales del Consejo Coordinador Empresarial y de Sociedad en Movimiento, significaron un enturbiamiento de campaña que se prolongó por cuatro meses, desoyó llamamientos institucionales a la legalidad, violó abiertamente el Cofipe, y significó en su conjunto una inversión quebrantadora de la ley de 850 millones de pesos y centenas de miles de espots que no cejaron de transmitirse incluso a horas antes de la jornada electoral y que, una vez pasada la elección, se convirtieron no sólo en uno de los argumentos de López Obrador para impugnar los resultados, sino asimismo fueron el pábulo para que la reforma electoral de 2007 afilara la institucionalidad para evitar la ilegal propaganda sucia y, asimismo, pusiera un dique a terceros ajenos a la contienda, como grupos empresariales, en aras de una mayor equidad en los procesos electorales.
Nota conclusiva: un anticomunismo instrumental en 2006, ¿uno anticomunismo de convicción en el futuro?
Poco después de que terminara la campaña de 2006, consumado el fraude de ese año y con Felipe Calderón como un cuestionado ganador, el panorama internacional no se recrudeció. Las armas y las explosiones sociales azuzadas por Venezuela que el periódico La Crónica de hoy especuló nunca ocurrieron, mientras que las células chavistas-bolivarianas que el PAN denunció en la Cámara de Diputados y ante el IFE, tampoco dieron muestras de vida.
La comisión legislativa al respecto no encontró absolutamente nada, mientras que el 23 de mayo de 2008, tras dos años de pesquisas, el Instituto Federal Electoral hizo público que la denuncia del PAN contra una presunta intromisión de Hugo Chávez en favor de López Obrador en la elección de 2006 se sobreseía, ya que nunca hubo elemento alguno para sustentarla.
Más a fondo, en 2007, un año después del entuerto, tanto el gobierno venezolano encabezado por Chávez como el mexicano de Calderón restablecieron relaciones y volvieron a nombrar embajadores en sus respectivos países, con lo que la acusación de una supuesta amenaza bélica chavista en favor de AMLO quedaba no sólo en entredicho sino desmentida.
En el mimo tenor: de ese momento a hoy, no son pocos los ex dirigentes panistas partícipes en esa campaña de 2006, quienes han preconizado que lo dicho en esa coyuntura fue de carácter electoral, estratégico, con tal de lograr cerrar la brecha entre el puntero AMLO y el candidato panista.
Asimismo, diversos empresarios testimoniaron, como hizo público alguna vez José Agustín Ortiz Pinchetti, que ellos en realidad “no creían” que hubiera alguna amenaza venezolana en la plataforma de AMLO, y que sin embargo, participaron en la campaña que decía lo contrario.
Dicho de otro modo, la usanza característica de la Guerra Fría -el anticomunismo como precursor de una necesaria amenaza externa- se hizo presente de nueva cuenta con su rasgo mayor en América Latina: ser un discurso meramente instrumental, sin mayor sustento, destinado a deslegitimar y excluir más que a criticar o contrastar ideas.
La fórmula dio ilegales resultados y tensó la incipiente democracia mexicana. Pero su efectividad fue pionera en la región. El caso mexicano de 2006 devino en punto de inflexión: después de él han sido numerosos y frecuentes los casos en América Latina donde a diversos aspirantes de las izquierdas en campaña se les ha acusado de ser favorecidos de algún tipo de intromisión venezolana a su favor, sin que al final se puedan demostrar razones sólidas para ello. Tan sólo en 2007, quizá siguiendo como ejemplo el discurso de la derecha mexicana en el poder, en El Salvador, Colombia, Perú y otros países -sea en elecciones locales o nacionales-, la “intromisión venezolana” fue un factor en juego electoral. Hoy, tres lustros después, la “amenaza venezolana” ya no sólo es geopolítica sino ideológica también, empleada como forma de descrédito al grueso de las opciones no neoliberales de la región.
¿Por qué Venezuela en específico, y no cualquier otro país del giro a la izquierda? Las razones parecen ser variadas, pero en el caso mexicano parece adquirir peso el hecho de que en la coyuntura de 2006 la figura de Hugo Chávez tenía un activismo internacional simbólico pero visible en la región, que en la mirada de diversas derechas locales vino a suplir al otrora expansionismo embozado del comunismo soviético de la Guerra Fría.
No puede sorprender el hecho. Anticomunismo -o anti-izquierdismo- y alerta contra “enemigos externos” han corrido juntos por más de un siglo, fueron política deliberada y protagónica en la Guerra Fría, definieron la historia de América Latina en muchos aspectos en la segunda mitad del Siglo XX. Luego de tanto tiempo de interpretar el mundo de ese modo y de construir antagonismos de esa manera, ¿podrían las derechas desplazar la idea de una “amenaza externa” en sus adversarios de izquierda tan fácilmente, y centrarse en criticarlos por lo que son y no por lo que sospechan que embozan, así sea sin mucho sustento?
La coyuntura mexicana de 2006, con su particularidad de estar condicionada por una derecha específica en el poder y con su reticencia poco democrática en contra del giro a la izquierda en América Latina, se convirtió en una bisagra de supervivencia del anticomunismo, que en su variante post-soviética no cambió su tendencia central de buscar amenazas externas en sus adversarios, aunque ahora la selección de enemigos sólo cambió de nombre.
Hoy, en 2021, el panorama político ha cambiado. La izquierda de López Obrador llegó a la presidencia en 2018 y en el PAN, luego de treinta años de concluida la Guerra Fría, un grupo representativo de senadores firmó en inicios de septiembre una Carta de Madrid que de nuevo resucita al Anticomunismo como enemigo público y le achaca su epicentro en el Foro de Sao Paulo.
Tal parece que no se está refriendo al anticomunismo y sus prácticas poco compatibles con la democracia. La historia mexicana reciente, con las iniquidades panistas en el poder en 2006, hacen pensar que esa forma maniquea y lacerante de interpretar el mundo, en realidad nunca se fue de las derechas, tanto las “moderadas” como las radicales.
[1] Ruotsila, Markku. British and American anticommunism before Cold War. Routledge, 2002. Pág. 12.
[2] Véase: Meyer, Lorenzo. “La Guerra Fría en el mundo periférico: el caso del régimen autoritario mexicano. La utilidad del anticomunismo discreto” en Spencer, Daniela (coord) Espejos de la Guerra Fría: México, América Central y el Caribe. CIESAS-Porrúa, México, 2004.
[3] Véase: https://www.redalyc.org/pdf/600/60048433003.pdf
[4] Véase: Soledad Loaeza, “Conservar es hacer patria”, en Nexos, abril de 1983. https://www.nexos.com.mx/?p=4172