El presidencialismo mexicano a la sombra de la superpotencia

Por Juan José Montiel Rico

  • Reseña de Soledad Loaeza, A la sombra de la superpotencia. Tres presidentes mexicanos en la Guerra Fría, 1945-1958, México, El Colegio de México, 2022, 470 pp.

En la radio, que hace las veces de compañía a la lectura, los noticiarios desgranan la decisión del presidente de México de condicionar su asistencia a la Cumbre de las Américas. Una reunión promovida por el gobierno norteamericano, resabio de la fallida implementación del ALCA, que se ha convertido en un foro para la discusión de los temas prioritarios de Washington en la región. López Obrador dijo que confirmaría su asistencia siempre y cuando se convocara a una representación de Cuba, Venezuela y Nicaragua, los “hermanos descarriados” de América Latina y el Caribe.

La postura de México sorprendió porque contraviene lo que Estados Unidos esperaría de su principal aliado regional. Por si fuera poco, hoy cualquier diplomacia está enmarcada en el conflicto ruso ucraniano y en un aumento de las tensiones entre Rusia y Occidente que evoca la etapa más inquietante de la Guerra Fría. Parece natural que, en medio de un crispado contexto internacional, la primera potencia del mundo exija definiciones y demande cerrar filas entre sus principales socios. No obstante, el presidente de la República juzgó conveniente explorar los bordes de la soberanía nacional, además de reafirmar su autonomía y su liderazgo debajo de la imponente sombra que se cierne sobre el Estado mexicano.

Los analistas que discuten este acontecimiento lo hacen, en su mayoría, desde el ángulo de la relación bilateral y asimétrica entre México y su poderoso vecino del norte; el equilibrio de expectativas entre ambos países y la renovación constante del acuerdo para discrepar descrito por Mario Ojeda en la década de los setenta. Sin embargo, existe una interesante veta que ha estado en el punto ciego de los estudios del sistema político mexicano y que se encuentra en el corazón del más reciente libro de Soledad Loaeza: el influjo que ejerce la cercanía con Estados Unidos en nuestro desarrollo institucional, específicamente en el presidencialismo.

Este volumen es la primera entrega de un trabajo más amplio y recoge, desde la ciencia política, un exhaustivo análisis histórico de dos procesos sobrepuestos, uno internacional y otro nacional: la reconfiguración de un orden bipolar en los albores de la Guerra Fría, al tiempo que México transita por los primeros tramos del presidencialismo autoritario, encabezados cada uno por Manuel Ávila Camacho, Miguel Alemán Valdés y Adolfo Ruiz Cortines. La ineludible geografía postró a estos mandatarios frente a la nueva superpotencia mundial y los dejó a merced de sus necesidades estratégicas.

Una ojeada a la cuarta de forros es suficiente para reconocer la originalidad de la reflexión y la fuerza demoledora de los argumentos. Loaeza construye sus hipótesis desde la clara debilidad estructural de los presidentes mexicanos que sucedieron a Cárdenas. Hace un agudo y prolijo relato de distintos episodios nacionales en los que se hicieron patentes los límites que enfrentaron; su estrecho margen de maniobra para orientar los efectos del factor externo y el peso específico del sistema internacional en las decisiones del ejecutivo. A propósito, la autora elude el imaginario común que exagera el poder de los presidentes y que sobrestima su dominio de las circunstancias. De esta manera, neutraliza buena parte de los prejuicios y las expectativas desmesuradas que se crearon alrededor de estas figuras, las cuales, aún después del auge autoritario, condicionan los análisis sobre el presidencialismo en México.

Este cambio de ángulo, lejano a una arraigada tradición interpretativa de la política mexicana, ofrece nuevas sensaciones que obligarían a replantear varios supuestos en torno a nuestro sistema político. La lectura deja en claro que, además de la cristalización de tradiciones históricas y culturales, el presidencialismo es resultado de una variedad de procesos, de contextos cambiantes, de rupturas y continuidades entre las que destaca la adaptación de México al contexto internacional de la posguerra y al ascenso de Estados Unidos a superpotencia militar, industrial, económica y política. El acotado dominio presidencial frente a coyunturas inciertas —sugiere la autora— se tradujo en equilibrios internos distintos de los buscados, dentro de los cuales se procuró mantener la estabilidad política, refrendar la unidad de la élite posrevolucionaria y fomentar una buena relación con Washington.

El libro resalta las principales continuidades que, en medio de estas circunstancias disruptivas, dejaron una marca indeleble en nuestro régimen político. Entre las que me parecen más relevantes se encuentra el compromiso de los gobiernos mexicanos con la democracia; pero con un modelo al ‘estilo americano’, ya que el régimen gozaba de una legitimidad popular de origen otorgada por su aposición revolucionaria. Las bases de una cooperación duradera con su vecino del norte implicaron que México se comprometiera con la democracia representativa y sus valores; con el combate al comunismo; que erradicara cualquier influencia extracontinental en el territorio y evitara acercamientos con la Unión Soviética. Desde luego, la intención del gobierno mexicano era disuadir los reflejos intervencionistas de los norteamericanos y ampliar, hasta donde fuera posible, la autonomía del ejecutivo para tejer la política interna. Revisemos —sin agotarlos— uno que otro relato para entender las importantes consecuencias de estas disposiciones.

  La profesora emérita del Colegio de México señala que Ávila Camacho fue el primer presidente en advertir la trascendencia del factor externo y, por lo tanto, el primero en orientar su estrategia gubernamental a tender puentes de entendimiento con el poderoso país vecino. La urgencia de consolidar una relación bilateral algo más que cordial se hizo manifiesta en el marco de la Conferencia Interamericana sobre Problemas de la Guerra y de la Paz de febrero de 1945 —mejor conocida como la Conferencia de Chapultepec— en donde la diplomacia mexicana, encabezada por el canciller Ezequiel Padilla, fungió como red de transmisión de la política estadunidense en América Latina. De esto dan testimonio los trabajos preparativos de esta reunión, en donde ambos gobiernos colaboraron de manera estrechísima para elaborar los documentos, diseñar la agenda y formular las resoluciones que dieron forma al Acta de Chapultepec.

Aunque mantuvo una decorosa defensa del modelo económico latinoamericano, basado en la protección de la industria nacional, la delegación mexicana promovió los planteamientos norteamericanos en temas político-diplomáticos y estratégico-militares. En un pasaje no muy presente en la historia de nuestras relaciones exteriores, el texto relata que incluso México secundó la propuesta yankee de hacer del régimen democrático el criterio principal para definir la pertenencia a la comunidad interamericana, con lo cual avaló el intervencionismo y renunció al ejercicio de esa fuerza moral que caracterizaba desde entonces a nuestra diplomacia: preservar la libre determinación de los pueblos.   El gobierno priorizó la alineación con el líder del mundo libre sobre el valor de la soberanía.

Esta refrescante y novedosa lectura de historia mexicana deja en claro que, en muchas ocasiones —más de las que se suelen reconocer—, las decisiones de los gobernantes se toman bajo el cálculo del contexto internacional. A veces, las condiciones del exterior acompañan los empeños presidenciales, como sucedió con Ávila Camacho y su deseo de revocar la educación socialista consignada en el artículo 3º constitucional; en otros casos, abren sendos escollos que desafían la capacidad del ejecutivo para mantener la estabilidad política, como pasó con Ruiz Cortines, quien tuvo que lidiar con una élite revolucionaria dividida después de que el golpe de estado a Jacobo Árbenz en Guatemala reabriera la fractura cardenista y estimulara los bríos antiimperialistas del ala radical.

De la misma forma, los saldos de la relación con Estados Unidos no siempre dejan satisfechos a los mandatarios. Ávila Camacho vio mermada su ambiciosa reforma política, que incluyó la renovación del partido, por aquellas facciones que antepusieron la unidad revolucionaria a la unidad nacional; en contraste, Miguel Alemán supo aprovechar las restricciones impuestas por el exterior para impulsar su proyecto modernizador: fortalecer al estado nacional, transformar las bases del crecimiento económico y fomentar una identidad cultural ‘a la mexicana’. Al final de su mandato, Alemán logró reducir los efectos negativos de la asimetría con Norteamérica, no obstante, la fortaleza de la institución presidencial jugó en contra de sus ardides reeleccionistas.

Precisamente, es probable que nada haya marcado tanto el desarrollo del presidencialismo autoritario como el imperativo de celebrar comicios sexenales y respetuosos del principio de no reelección, mismos que dieron al modelo mexicano un carácter distinto al de cualquier dictadura. La sombra de la superpotencia se impuso para inducir a la élite política mexicana a sostener procesos conflictivos y costosos que seguramente hubieran preferido evitar. Rescato una de tantas reflexiones sugerentes plasmadas en este libro, la cual repara en el papel que pudo jugar la cooperación con Washington en el desarrollo democrático del país.

Para Loaeza, la fragilidad estructural del Estado mexicano fue un factor que sumió a la democracia mexicana en una paradoja pues, primero, en medio del conflicto bipolar de la Guerra Fría, los gobiernos posrevolucionarios conservaron una fachada democrática plural para cumplir con las expectativas del poderoso vecino y así resguardar su soberanía. Más adelante, con el escalonamiento de las tensiones mundiales, el gobierno estadounidense  demandó orden y estabilidad a sus aliados regionales para mantener a raya la presunta conspiración soviética. A ello correspondió el proceso de centralización del poder en un presidencialismo autoritario, las atribuciones metaconstitucionales con las que se le facultó y el debilitamiento de las instituciones intermedias que podían servir como contrapeso. El presidente era la única figura reconocida y reconocible capaz de gestionar la caprichosa unidad de la familia revolucionaria y administrar la relación bilateral.

Se entiende que el autoritarismo fue producto de estrategias y decisiones de actores políticos que gobernaron con un repertorio limitado de recursos. Asimismo, para hacer frente a su debilidad intrínseca, estos presidentes optaron por la vía institucional, pues se trataba de un camino seguro para gobernar una sociedad crecientemente compleja y garantizar la continuidad de su obra revolucionaria.  Aquí se percibe la calidad de las aportaciones de este trabajo y por qué puede convertirse en un parteaguas en la historiografía política mexicana.

A pregunta expresa sobre sus principales motivaciones para realizar esta investigación, la Dra. Soledad Loaeza suele mencionar dos: primero, su profunda insatisfacción con las interpretaciones idiosincráticas y voluntaristas del presidencialismo mexicano, inspiradas en obras como El laberinto de la soledad, El estilo personal de gobernar, o las biografías que ensalzan la idea una presidencia imperial. Para ella, el poder es un fenómeno universal y el desarrollo político de México se inscribe en ese relato. Después, quizá derivado de estas explicaciones culturalistas, considera que existe un despiadado juicio de la sociedad mexicana contra los presidentes, a pesar de que durante mucho tiempo la institución fue vista como el eje de la transformación del país, pilar de la estabilidad y el paladín de la soberanía popular. Aunque quizá no sea su principal intención, esta obra es una invitación a buscar la fórmula ideal del régimen político en la mezcla de instituciones e individuos, ponderando las debilidades, las fortalezas, las contradicciones y los procesos que enmarcan esta insalvable combinación.

Todavía hay mucho qué decir sobre lo oportuno de este trabajo para analizar el régimen actual. Los argumentos de este libro arrojan luz para entender la política exterior de la administración obradorista en clave doméstica, especialmente, al tratarse de un gobierno que —sin estar exento de contradicciones— se dice empeñado en rearticular la autoridad de la institución presidencial y devolverle su posición privilegiada en el vértice del sistema político. Deberá correr mucha tinta. Por mi parte, prefiero esperar un poco a que nuestra entrañable profesora haga público el siguiente volumen.

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