Barça-Madrid en Sevilla: el futbol más político

Por Renato González

En el mundo del futbol los torneos coperos son diferentes. Cuando en una liga de largo aliento las diferencias de presupuesto, plantillas y puntos se vuelven abismales, las copas permiten una relativa y momentánea igualación de circunstancias. Para jugarse la vida a noventa minutos es necesario tirar todas las cartas sobre la mesa, confiar en los designios de la caprichosa fortuna, sufrir hasta el último suspiro y finalmente asumir un destino inevitable. Quizás es el futbol que más se parece a la vida, y por ello es el más bello, el más emocionante.

La singularidad de estos torneos provoca que incluso los enfrentamientos más obvios no sucedan con la frecuencia que podría ser lógica. Antes de esta última final de copa disputada el pasado sábado, el Real Madrid y el Barcelona sólo se habían enfrentado en siete finales previas, de 121 ediciones. A todos los elementos que hacen del Clásico la rivalidad más importante del balompié se le sumó la mística copera y la incertidumbre habitual de una instancia final.

Equipo del Real Madrid en la final de la Copa del Rey de 1936. Vía Wiki.

Pero sobre todas las cosas que hicieron especial este partido –incluyendo su espectacular e imprevisible desarrollo– hay una que ante mis ojos sobresalió del resto. Fue el enfrentamiento material, fáctico y palpable de dos aficiones que, constituidas en su histórica rivalidad, se encontraron como hace mucho tiempo no lo hacían: en igualdad de tamaño, voz y fuerza; en los fondos de un estadio neutro; y en las calles de una Sevilla engalanada para acoger la representación de unas identidades opuestas. Quienes tuvimos el privilegio de vivirlo en carne propia nos asumimos como testigos efectivos de la enemistad más schmittiana[1] del futbol, la más radical, irreconciliable y existencial.

Lo primero en la vestimenta. Por las callejuelas del centro las personas se paseaban necesariamente con la indumentaria blanca o blaugrana. No había sitio para otro color. Como en una repartición natural del terreno, distintos grupos de culés y madridistas se fueron replegando en distintas áreas. Los primeros ocuparon la zona de la Plaza Nueva y la Plaza de San Francisco, mientras los segundos se hicieron de la Alameda de Hércules, apenas a un kilómetro de distancia. Cada restaurante y bar se convertía en una trinchera particular, en donde el atrevimiento de entrar con una camiseta rival era respondido, ya no sólo con una mirada desafiante, sino también con un grito o insulto frontal. La tensión era palpable.

En una de las plazas, lo que en principio estaba siendo una demostración de cánticos y pirotecnia por parte del bando barcelonista, muy pronto se convirtió en escenario de un despliegue policial denostable e innecesario. El avance intimidatorio de los efectivos, con el recuerdo vivo de la represión a las manifestaciones por la independencia de Catalunya del 1 de octubre, fue respondido con el lanzamiento de vasos y botellas. A ello le siguió una respuesta desmedida de los uniformados estatales, quienes lanzaron gases y alcanzaron con la porra a más de uno que se acercó demasiado. Un policía sonreía, enardecido seguramente por el discurso anticatalinista que circula en los sectores más reaccionarios de la corporación. En su cabeza, reprimir una masa de aficionados catalanes agrupados en la plaza pública era la oportunidad para materializar ese sentimiento.

Plantilla del Barcelona 82-83, con Diego Armando Maradona. Campeones de Copa del Rey. Vía Fútbol Club Barcelona.

Ya en el estadio, las aficiones encontradas cara a cara comenzaron a desplegar sus mensajes reivindicativos y sus discursos más identitarios. –¡Puto Barca! –gritaban unos. –¡Puta Real Madrid! –gritaban los otros. Por un lado, ese himno que tras la muerte del dictador carece de letra se pitó por todo lo alto, mientras que por el otro se coreó a todo pulmón. No faltaron los más radicales de ambos bandos: los que cargaron contra España, quienes maldijeron a Cataluña y al pueblo catalán, quien cantó el himno con la letra falangista o quien desplegó la bandera con el ave fénix sobre la cruz de Sant Jordi.

El Barça-Madrid de Sevilla fue el clásico más político de los últimos tiempos. No porque fuese una final o porque se diese en una coyuntura específica, sino porque la neutralidad del escenario permitió que el conflicto político que define y constituye esta rivalidad se materializase en una escala mayor a la que habitualmente ocurre.

En un mundo devastado por el conflicto y las guerras, no me deja de generar rubor el lenguaje belicista que en algunas de estas líneas he podido emplear. Recordemos que el futbol, a la vez de que no es sólo un simple juego, en última instancia sí lo es. Quedémonos con la emocionalidad de la representación, con la espectacularidad de la puesta en escena y con la efimeridad de lo simbólico. Sirva esta reflexión como una exoneración a mis palabras y como un deseo de que el uso de dicho lenguaje fuese exclusivo de este tipo de crónicas, donde la enemistad no cobra vidas humanas y donde la muerte del otro se remite al mundo de significados, ajeno a lo real. Claro que el fútbol se parece a la vida, pero no hay motivo razonable para dar la vida por el fútbol.

Barcelona campeón en 1990. Vía Marca.

[1] El jurista y filósofo político Carl Schmitt definió la política como la distinción entre amigo y enemigo. La enemistad no es un desacuerdo superficial, sino una oposición existencial: el enemigo representa una amenaza total y real para la identidad del grupo, y la confrontación con él es inevitable y fundacional. (Ver: Schmitt, Carl. El concepto de lo político. Alianza Editorial, 2009).


Renato González es politólogo y apasionado del fútbol de buen toque.

Más artículos
Un diálogo sobre la participación política de las juventudes en el siglo XXI