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Vidas arrastradas por la historia

Emmanuel Rosas Chávez

  • Reseña de Juan Gabriel Vásquez, Volver la vista atrás, Alfaguara, Ciudad de México, 2021.

En Los enamoramientos, novela del español Javier Marías, María Dolz asiste a una larga digresión de Javier Díaz-Varela sobre El coronel Chabert, una novela corta de Balzac. Los entresijos del episodio no vienen muy a cuento, sino la sentencia de Díaz-Varela cuando María Dolz le pregunta en qué termina la historia del autor de Papá Goriot:

Lo que pasó es lo de menos. Es una novela, y lo que ocurre en ellas da lo mismo y se olvida, una vez terminadas. Lo interesante son las posibilidades e ideas que nos inoculan y traen a través de sus casos imaginarios, se nos quedan con mayor nitidez que los sucesos reales y los tenemos más en cuenta.

La obra del colombiano Juan Gabriel Vásquez pertenece a la estirpe novelística que refiere el personaje de Javier Marías, ésa que se adentra en los senderos más insospechados de la vida a través de la ficción. En Los informantes, Vásquez se asoma a las trampas de la memoria. La historia narra cómo un libro del periodista Gabriel Santoro sobre una mujer alemana exiliada en Colombia desde poco antes de la Segunda Guerra Mundial despierta recuerdos que muchos, entre ellos el padre de Santoro, quisieron haber olvidado. En El ruido de las cosas al caer se narra el miedo casi “hereditario” o por lo menos “contagioso” de una generación de colombianos marcados por la violencia del narcotráfico. En Las reputaciones, Vásquez cavila sobre los juicios -los de la palabra y la imagen- que no hacen concesiones. El protagonista es Javier Mallarino, un caricaturista muy influyente, al grado de que el político que no aparecía en sus cartones dejaba “de existir”. Un día su vida se trastoca cuando se entera de que una de sus caricaturas de hace veintiocho años es el único recurso de la memoria para atar los cabos sueltos de una vida. La forma de las ruinas, la mejor de todas las novelas del bogotano, cuenta la obsesión de Carlos Carballo con dos magnicidios de la historia colombiana, los de los liberales Rafael Uribe Uribe y Jorge Eliecer Gaitán. Dicha obsesión es el pretexto para reflexionar acerca de las teorías de la conspiración, en los muertos que un país hereda a su gente, pero sobre todo para contar las historias privadas que anidan en la Historia con mayúscula.

La literatura del colombiano es un ejercicio de imaginación moral que navega en el mar de ambigüedades de la vida, así sean reales o ficticias, colectivas o individuales. En Volver la vista atrás, igual que en otras de sus novelas ya mencionadas, Vásquez recurre a los artificios de la ficción para develarnos rincones de la vida que parecieran ocultos. Sólo que en este libro hay un pequeño matiz: no se trata de vidas ficticias, sino reales y ajenas. Vásquez toma prestadas esas historias y las ordena de manera que los lectores podamos descubrir lo que hay de secreto y misterioso en ellas, en este caso en la historia de la familia del cineasta colombiano Sergio Cabrera. Como intruso en esas vidas Juan Gabriel Vásquez lleva a cabo con maestría la sentencia de Ford Madox Ford que sirve de epígrafe a Volver la vista atrás: “una novela debería ser la biografía de un hombre o un caso, y toda biografía de un hombre o un caso debería ser una novela”. En poco más de cuatrocientas páginas, las vidas de los Cabrera, como en algún momento Sergio explica a su hijo Raúl, “cuentan una historia más grande” al lector o, mejor dicho, éste es testigo de cómo “la historia las arrastra”.

El relato comienza en 2016. Sergio Cabrera está en Barcelona para la presentación de su obra fílmica. Del otro lado del Atlántico, en Bogotá, sus películas pierden un espectador: el actor Fausto Cabrera, su padre. Aquellos días en Barcelona, los del plebiscito sobre los Acuerdos de Paz que se discutía entonces en Colombia, trajeron recuerdos a Sergio de la vida itinerante de su familia. Su padre huyó junto a su familia de España durante la Guerra Civil. La historia llevó a esa generación de los Cabrera a Francia, luego a la República Dominicana de Trujillo, muy brevemente a Venezuela, hasta arrastrarlos a Colombia. En ese país, Fausto Cabrera conoció a su esposa Luz Elena, la madre de sus hijos Sergio y Marianella. En el Teatro Municipal de Bogotá Fausto inició su carrera artística recitando a Lorca y a Machado; ahí también conoció al líder popular Jorge Eliecer Gaitán. Gaitán, quien además era un excelente orador, en alguna ocasión comentó al joven Fausto que lo que admiraba de sus declamaciones no eran las emociones ni la sonoridad, sino la convicción que irradiaban.

Cuando parecía que Fausto empezaba a echar raíces junto a su familia en Colombia, quizá por su alma errante o tal vez por sus anhelos de revolución o por la arbitrariedad del destino o por todo eso al mismo tiempo, tomó la decisión de que su familia viviría en la China de Mao. Al poco rato Fausto y Luz Elena regresaron a Colombia, dejando solos a Sergio y a Marianella vagando de hotel en hotel en Pekín. La vida separados de sus padres era necesaria, según Fausto, para eliminar los rastros burgueses en sus hijos y para instruirlos como revolucionarios. Aquellos años en China, escribió Marianella en su diario, convirtieron a su familia en “cuatro tornillos revolucionarios”. Tiempo después Sergio y Marianella regresarían a Colombia decididos a participar en la guerrilla, no sin un montón de dudas y desencantos con la revolución. Pero la principal duda que acompaña a los hermanos Cabrera en todo el relato es la que tienen hacia su padre.

En este punto de la historia, para conocer los fantasmas de los Cabrera es necesario pasar las páginas de la novela de Juan Gabriel Vásquez y tener presente los versos de Antonio Machado de donde viene su título: “Al andar se hace camino, / y al volver la vista atrás / se ve la senda que nunca se ha de pisar.”

 

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