Bien dice Jorge Drexler, en una de sus más representativas y conocidas canciones, que “todo se transforma”. Ciertamente, es una frase esperanzadora en tanto que es desalentadora: nada, por perfecto que parezca, es para siempre; nada, por imperfecto que sea, es para siempre. Justamente, la magia de la “transformación” es que no tiene —inherentemente— una dirección positiva ni negativa; por el contrario, hace eco de lo transitorio en la vida. En otras palabras: evoca la naturaleza de la vida misma.
¿Qué implica, entonces, una transformación? ¿Hay alguna dirección inequívoca hacia donde marche? Por mucho que un “sí” sea la respuesta que anhelemos escuchar, la realidad es que una transformación —la que sea, de lo que sea, encabezada por quien sea— no puede llenar a todos y todas de satisfacción, precisamente porque no siempre es fácil diferenciar un proceso de transformación de otro, depositando en el aire un dejo de inconclusión. Esto, empero, no significa que las transformaciones sean acéfalas, o que carezcan de rumbos y ejes rectores enarbolados por quienes decidieron emprenderlas. Es a ellas y ellos, en todo caso, a quienes sí debe dar satisfacción observar los cambios que un proceso de tal envergadura conlleva. Son ellas y ellos, de nuevo, quienes marcan el paso y la pauta que le da la “dirección” a cualquier transformación.
Las transformaciones no sólo ocurren “en la vida pública”, por mucho que la narrativa política actual intente ceñir su significado a los procesos de la historia política de nuestro país. Las bellas artes y la ciencia, por mencionar dos claros ejemplos, también sufren —o pasan por— transformaciones. Algunas de estas han cimbrado los supuestos y los conocimientos adquiridos, dando pie a revoluciones que han cambiado completamente los paradigmas artísticos o científicos. Pensemos en el descubrimiento de la estructura atómica para la física y la química, o el empleo de la perspectiva en la pintura. Estos cambios, por supuesto, no ocurrieron de la noche a la mañana; tampoco fueron aceptados sin cuestionamientos, ni mucho menos reemplazaron a las “viejas formas” o los “viejos conocimientos” intempestivamente; fueron moldeándose, como la mayoría de los procesos en la vida, a partir de experimentaciones; con tropiezos y con fallos que, finalmente, fueron superados por los aciertos.
El punto esencial de cualquier proceso de transformación parece no ser tanto discutir si la dirección es correcta o no (detractores siempre habrá), sino evitar perder de vista la ruta hacia la cual queremos encaminarlo. Podría parecer contradictorio con lo mencionado previamente, pero no lo es: una transformación “en sí misma” no es ni buena ni mala; tampoco tiene un rumbo. El rumbo se lo dan quienes la viven, quienes la experimentan, quienes la caminan. En ese sentido, se sabe que hay un horizonte: el objetivo de la transformación. ¿Tomamos el camino correcto? ¿Podemos dar marcha atrás? ¿Estamos abriendo brechas? ¿Cerramos nuestras veredas? Estas respuestas —como el proceso— tampoco son fijas, ni siempre correctas. Una transformación avanzará en tanto que se permitan los errores, en tanto que se pueda enmendar el camino, pero, sobre todo, en tanto que no se pierda de vista el objetivo final —cualquiera que este sea.
Entonces, hablar de una “transformación desde la izquierda” es ponerle las tildes y comas a una frase para darle sentido; es fijar el objetivo final y, hasta cierto punto, algunas directrices para el camino. Para poder construir el mapa y colocar las coordenadas es indispensable preguntarse, ¿qué izquierda? Las izquierdas pueden tener muchos apellidos; a lo largo de la historia, ha habido izquierdas autoritarias, izquierdas patriarcales, izquierdas ecocidas; izquierdas que, en la difícil tarea de ir abriendo brecha, priorizaron algunos conceptos, ideas y principios que consideraron fundamentales para “transformar” la realidad, por acertada o errada que nos haya parecido esa decisión. Tal vez, para la “izquierda” contemporánea en América Latina —y en muchas latitudes sureñas— sea indispensable la protección del medio ambiente, el reconocimiento de la equidad y diversidad de géneros, el pleno goce de las libertades, la garantía de los derechos humanos. Tal vez, en algunos años, la izquierda latinoamericana añada elementos y expanda aquello que busca transformar. La izquierda, en sí misma, también se transforma.
Vale la pena, en consecuencia, preguntarse ahora, ¿qué quiere transformar la izquierda? ¿Hacia dónde quiere encaminar sus esfuerzos? ¿Cómo saber que una transformación viene desde “la izquierda” y no desde “la derecha”? Muchas de esas respuestas tendrían cabida en una discusión sobre la historia de las ideas políticas, la historia de las ideologías o —incluso— de la teoría política. Sin embargo, me parece que un elemento común que puede encontrarse en las transformaciones desde la izquierda, por errados que hayan podido ser sus diagnósticos o los pasos que se tomaron para encaminarla, es la creación de una “eutopía” para todas y todos. La “eutopía” es, en palabras de Heikki Patömaki, una utopía concreta; en otras palabras: formas de organización social que todavía no existen —pero pueden existir— y que permitan el florecimiento de la vida; la creación de un “lugar mejor”.[1] Es importante subrayar que no se trata de la búsqueda del bienestar personal —o siquiera de un grupo en concreto—, sino del bienestar en un sentido más amplio, cuasi-universal (porque la universalidad puede, a veces, ser problemática). Es la construcción —y no el hallazgo— de una mejor realidad, más justa y viable para todas y todos. Y he aquí, justamente, la mayor fortaleza y debilidad de la “eutopía”: la concepción misma del bienestar y qué representa un “lugar mejor”.
Esto no significa la sobre-relativización de las “transformaciones desde la izquierda”. Hay transformaciones que abiertamente buscan el desplazamiento o la desaparición de formas de vida en la tierra o que, simplemente, abogan por el bienestar de “yo/nosotros” por encima de “tú/otro/otra/otros”. Ésa es una trampa, un suelo minado sobre el cual la “transformación desde la izquierda” no puede —ni debe— marchar. Sí, es cierto que hay que garantizar —antes que nada— condiciones que permitan construir un “lugar mejor” que no simplemente eleve el umbral de las peores condiciones, sino que las mitigue y reduzca su diferencia con las que son óptimas. No obstante, también es indispensable saber que —a diferencia de los movimientos sectarios— en la izquierda sí hay espacio para una diversidad de luchas, de causas y de caminos, en tanto que no se reduzca —ni se castigue— por la otredad.
En el entendido, entonces, de que “todo se transforma”, y de que no hay transformación que —en sí misma— sea necesariamente buena o mala, sino que es un reflejo de la mera naturaleza cambiante de la vida (tan es así que comparte raíz etimológica con “metamorfosis”), sí podemos ir delineando qué transformación es necesaria para crear una “eutopía”, que compartiría con la “transformación desde la izquierda” esa búsqueda constante, y esperanzadora, cuyo horizonte es no sólo factible y viable, sino que generará un “lugar mejor” para todas y todos en la tierra. El camino y los pasos —como la transformación misma— permiten errores, avances y retrocesos, pero no deben —ni pueden— desenfocar la meta final. Si no, poco habrá servido realizarla “desde la izquierda” y se convertirá, como tantos otros casos, en un cambio más.
[1] Heikki Patomäki, “Mythopoetic imagination as a source of critique and reconstruction: alternative storylines about our place in cosmos”, Journal of Big History, núm. 4, vol. 3, pp. 77-97. Disponible en https://jbh.journals.villanova.edu/article/view/2463/2404