Reseña de Daniel Gerber, El psicoanálisis en el malestar en la cultura, Editorial Lazos, Argentina, 2005, 255 pp.
Acaso buscando entender estos días de desasosiego, he releído El psicoanálisis en el malestar en la cultura de Daniel Gerber (editorial Lazos, Argentina, 2005). Un volumen que reúne quince ensayos organizados en tres grandes temáticas: en primer lugar, la referida al psicoanálisis y la cultura (“Malestar, lazos y goces”); en segundo, la concerniente a la razón moderna, la religión, la ciencia y el sujeto (“Razón científica, modernidad, psicoanálisis”); y, en tercer término, la relativa a los presupuestos subyacentes en la Ley, la política y la moral, mismos que el psicoanálisis contribuye a develar, a descubrir, por así decirlo.
Gerber es un estudioso reconocido por su labor docente, clínica e investigativa, y esto queda de manifiesto en este conjunto de textos. Hay en cada uno de ellos, y en la articulación de sus temáticas, unidad y coherencia. A partir de la revisión acuciosa y creativa de las obras de Freud y Lacan, a las que se incorpora el ejercicio de una suerte de diálogo cruzado con autores tan aparentemente diversos y heterogéneos como Kant, Sade o Kafka, Gerber nos propone un recorrido no convencional, una lectura distinta del hombre y la civilización, de sus paradojas y contradicciones.
Paradojas y contradicciones que, hay que decirlo, están en el centro mismo de la preocupación psicoanalítica: el ser humano como sujeto deseante; la aspiración contenida o reprimida de goce que nace de los crímenes yacentes en el origen de la subjetividad y la cultura, es decir, del incesto y el parricidio; la función de estos dos mitos fundantes en la institución de la interdicción y, por lo tanto, de la Ley; la pretensión de armonía frente a la tendencia disgregante que representan las pulsiones de vida y de muerte, de orden y desintegración, de Eros y Tanatos.
A esta elaboración, que arranca con Freud, se suma la contribución de Lacan, proponiendo a la cultura como orden esencialmente simbólico. El símbolo como aquello que representa y une, pero que, justamente, sólo puede re-presentar. Como escribe el autor, “La cultura es indisociable de una pérdida. Pérdida del ser porque el significante sólo puede representar al sujeto, quien sólo es sujeto en tanto que representado. El significante, más allá de su poder de representación, carece de capacidad para designar al ser” (p.57).
De aquí la oposición (y al mismo tiempo la vinculación) del símbolo y el diábolo, de lo simbólico que aspira a unir y armonizar, y lo diabólico que confunde, disgrega y es lo indeterminado, lo que desaviene. El símbolo dice lo que representa al ser, pero no puede decir al ser. Más allá de las convenciones sociales (para empezar lingüísticas, luego normativas con la ley, la moral y la religión), está lo indeterminado.
También de aquí el mérito y el límite de obras como la kantiana. Para el filósofo de Königsberg, la ley se justifica por sí misma y a sí misma, es un imperativo: “no se puede remontar al origen de la Ley porque no se debe”. Tras de la Ley, o más allá de la Ley, está el Bien Supremo. Con ello, Kant declara que el secreto de la Ley es que no tiene secreto. Se cumple porque se debe cumplir. Del Gran Otro que sustenta a la Ley (digamos el Bien Supremo) no se debe hablar. Dicho con el primer Wittgestein, el del Tractatus, “de lo que no se puede hablar es mejor guardar silencio”. Y con respecto al Bien Supremo hay que guardar silencio porque es inaccesible, es absolutamente trascendente.
Pero como lo sugiere Lacan, es en la escritura de autores como Sade que debe considerarse la verdad de Kant, la “verdad no dicha” de Kant. El otro que en la escena sádica incluye al verdugo y a la víctima, adquiere la “forma pura” de la voz de la Ley. En tal sentido, Sade descubre en la sumisión al otro, lo que está disimulado en el imperativo kantiano. Y esto, como ocurre con la Ley y todo lo que tiene que ver con el orden de lo simbólico (religión, moral, discurso científico, razón moderna, discurso histórico inmanente y teleológico), es lo que se oculta: lo imposible de representar, el goce, el deseo de goce que hace estallar, en el extremo, la estructura de lo convencional, y que es también, a final de cuentas, el malestar en la cultura (como bien lo ilustra Daniel Gerber con los personajes y las situaciones que la obra de autores como Kafka proponen: somos sujetos deseantes, la Ley es contensora del deseo de goce. Sin embargo, lo realmente curioso, el verdadero misterio, es que, aun sintiéndose sujeto de deseo, el sujeto mismo se autocontiene, se detiene frente a las puertas de la Ley como el personaje de la célebre parábola kafkiana).
En varias ocasiones, Daniel Gerber sugiere esta, y los términos son míos, “determinación de lo indeterminado” que atraviesa la vida humana. De lo cual desprende un corolario: el malestar en la cultura como algo inevitable, la violencia constitutiva e imperativa en el arreglo social humano debido a la imposibilidad de sustraerse por completo al goce; al tiempo que se descubre, he aquí la paradoja, la proclividad del sujeto a la servidumbre: a la servidumbre voluntaria que permite entender la aceptación humana del dominio, del sometimiento al otro, cuyo poder, vale recordarlo, se funda en una ilusión necesaria para el mantenimiento del orden con las figuras del Padre en el mito, el Dios ultraterreno en la religión, el Bien Supremo en la moral y la política, o el Bienestar terrenal que prometen la ciencia y el feroz consumo característico de las sociedades contemporáneas.
No se trata, ciertamente, de cualquier conclusión. Para un lego interesado en las disciplinas humanas y en la promoción cultural, como es mi caso, resulta aleccionadora la lectura que Daniel Gerber sugiere. La pregunta se impone: ahora que tan en boga está, en el discurso políticamente correcto, hablar de crisis de valores y de “antivalores” que se oponen a los “valores verdaderos” como causa de la violencia que somos y padecemos (y miren que lo pregunto desde Culiacán, Sinaloa, México), ¿no será pertinente acaso volver la mirada a lo que somos, a lo que hemos sido y a lo que podemos ser, en tanto seres escindidos entre lo que se puede decir y representar y lo que no puede ser dicho ni representado pero que está en la base de nuestras principales ilusiones gregarias?
Es de aquí, según entiendo, que puede el psicoanálisis adquirir una dimensión ética en la medida en que, sabiéndonos incompletos, escindidos, deseantes, podemos ser responsables y, en cierta medida por lo menos, un poco más libres y capaces de asumir nuestros actos y sus consecuencias.
En la Gaya Ciencia, Nietzsche escribió: “El hombre debe llegar a ser lo que es”. Expresión, quizá, desmesurada y peligrosa. En la perspectiva del psicoanálisis, tal vez tendríamos que decir, siguiendo a Gerber, que el hombre debe llegar a ser lo que puede ser, siempre asumiendo, desde luego, la incompletud humana, el necesario malestar en la cultura.
Ronaldo González Valdés. Culiacán, Sinaloa (1960). Sociólogo, historiador y ensayista. Sus últimos dos libros publicados son George Steiner: entrar en sentido (Prensas de la Universidad de Zaragoza, España, 2021) y Culiacán, culiacanes, culiacanazos (Ediciones del Lirio, México, 2023). La Universidad Pedagógica Nacional publicará próximamente su libro Tiempo y perspectiva: El Guacho Félix, misionero secular.