Crónica de los días sin rumbo

Por Guillermo Arroyo

Si aún me amas, por amor no ames; 

me traicionarías conmigo.

Ricardo Reis

El inicio de esta enfermedad, de esta ruin obsesión, tuvo su origen cuando Michelle me mandó, como dice el poeta, a un espacio vago e indeterminado. Al país de las cosas rotas, gastadas. País gris, que no está en ninguna parte, inmenso y vacío. Todo esto, sin decir palabra alguna, ni hacer acto de presencia. Simplemente, desapareció de mi vida, se largó.

Lo que sigue fue una época gris y oscura en mi pasado. Los fantasmas de Michelle vagaban todos ellos alrededor de mi conciencia, fustigando mi espíritu incluso en los escasos momentos de paz y tranquilidad que por casualidad llegaban a mi vida. Este amor era un amor maldito, que se extendía lento y mortal como una peste por todo mi cuerpo, sin yo darme cuenta. Me poseía, me mataba lentamente. Bastaba ver mi cara por las mañanas para confirmar la hecatombe: pálida, enferma, sin vida… Y aquella desgraciada, sí, escucharon bien, ¡aquella maldita!, no tenía ni la más mínima idea por el tormento que pasaba mi alma o, si la tenía, no le importaba. Y eso que yo, siempre quise lo mejor para ella, de ahí la necedad de que se quedara a mi lado.

Ahora, en la peor de las desolaciones, estaba ávido de novedades, de banalidades, de distractores. Deseaba con vehemencia que pasara algo, algo que me hiciera olvidar por un instante aquella mirada mal intencionada y peligrosa que lucía mi amante en las noches de luna llena —luna que la afectaba en demasía, en todas sus formas—, necesitaba olvidar aquel calor de mujer que yo sentía en el alma cuando la tomaba de la mano, necesitaba olvidar esa risa que inundaba todo el espacio en un instante… ¡Dios, necesitaba olvidar tantas cosas!

Noches aquellas en que íbamos llenos de ruido en nuestras conciencias a tomarnos algunas tazas de té verde con miel y discutíamos de los asuntos más insólitos en las casas de té dispersas por la colonia Roma. Días en los que Michelle intentaba con vehemencia enseñarme francés, y yo repetía sus frases con aspereza, como si mis palabras no fuesen otra cosa más que ruido, sin significado alguno.

Solíamos vernos cada jueves, a las ocho, puntualmente. Nuestro punto de encuentro era el camellón de la avenida Álvaro Obregón. Explorábamos las novedades de alguna librería en busca de parábolas exquisitas, de modernos cuentos de hadas, de historias degeneradas, de homicidas perversos, de novelas policíacas, cuentos de terror… A mí me gustaba pedir chocolate en tamaño grande porque no me gustaba el café, pero mi compañera ensayaba todas sus variedades, tenía especial aprecio por el capuchino y el café vienés. En lo que coincidíamos era el té, texturas suaves y aromatizadas, que nos hicieran pensar en fragmentos de Asia, en puentes de madera y puertas de papel arroz, en parques sembrados de cerezos… Nuestras discusiones solían ser acaloradas, debido a que teníamos ideas contrarias en el campo del arte. Ella era partidaria del arte por el arte, mientras que yo defendía la creación de un arte popular que sublevara a las masas y llevara la conciencia de clase hasta el rincón más recóndito de la tierra. Y cuando me enfrascaba en un pasional discurso sobre el genio de algún artista que me hubiese transmitido la miseria del ser humano, ella se echaba a reír a carcajadas; llevando sus manos al vientre explotaba en risotadas estruendosas que le hacían sacar lágrimas placenteras y le corrían el rímel. Esos momentos en los que, por un instante, no sabía cómo mitigar mi coraje, y no me quedaba más remedio que fruncir los labios y dejar que la contemplación de su belleza me calmara. Una de nuestras batallas campales eran las versiones cinematográficas de El proceso de Kafka. Ella pensaba que la versión burguesa de Wells era la mejor, el escenario era un laberinto en el que Joseph K. se perdía una y otra vez sin poder salir jamás, metáfora perfecta de una burocracia estatal sin sentido, de un sistema de justicia perverso, de la locura de un sistema económico en donde el hombre está preso por barreras invisibles. Yo, en cambio, celebraba esfuerzos menos rimbombantes, pero más contestatarios, esfuerzos en los cuales la libertad del ser humano se ponía en primer término y se advertía el riesgo del fascismo de los nuevos tiempos; la versión de Roberto Robertie es una obra maestra en este aspecto, pues en la escena inicial, en donde arrestan a Joseph K. sin motivo, en su propio domicilio,  no viste a los inspectores de manera casual como en la novela, sino con investidura militar, denunciando el golpe de estado en Argentina, contra Perón.

Pero más que distanciarnos, estas diferencias nos acercaban más, éramos el complemento perfecto el uno para el otro. ¡Qué aburrido hubiese sido de otra forma! Cuando hablábamos de aquellos escritores que siempre escriben la misma historia, que se repiten una y otra vez, que pulen sus argumentos hasta explorar todos los recovecos de la historia, todas las aristas y se dan cuenta del fatal destino, nos dábamos cuenta que ambos teníamos interpretaciones diferentes, que nuestra psique descubría las causas del conflicto en cuestión diametralmente opuestas, que a la postre ocasionaban el mismo desenlace de la historia. Mi interpretación de la obra del Marqués de Sade era puntual: un desafío humano a los designios de Dios, convertirse en demonio y afirmarse con necedad ante lo divino, costase lo que costase. Para Michelle, la obra del escritor era sobrepasar los límites del placer, ir cada vez más lejos, dejarse caer en la red de la lujuria, en el infierno y, una vez expulsado de todo paraíso, volver a entrar por la fuerza. Evidentemente, estas digresiones revelaban nuestra forma de ser y nos definían.

Ella predispuso todo: nuestro amor era un amor secreto, nadie más que nosotros dos sabíamos que había algo que nos unía con una fuerza cuántica. Con los labios mojados de vino, alguna vez habló de su pasado, de su huida de ese mundo de oropel e hipocresía, de diamantes y de joyas… Y no quise saber más, con gesto suave, callé su boca. Si había alguna verdad en sus palabras, no la quería, prefería un secreto a enterarme de algo funesto. Ella era para mí todo, su pasado no significaba otra cosa que una herida que quería ayudar a cerrar.

He de confesar que me sentía menos ante ella. Llegué a pensar que no la merecía. No sabía la verdadera razón por la que ella permanecía a mi lado, tampoco quería saberlo, era dichoso y ello me bastaba. Esas preocupaciones aparecían frecuentemente y las olvidaba enseguida, creyendo que eran un complejo de inferioridad que debería de desaparecer de mi espíritu. Pero mi inconsciente me traicionaba. Había momentos en que me sentía demasiado poca cosa, por decirlo de alguna manera, y no es que ella se engalanara en demasía o se alzara el cuello ante los demás, ¡no!, era que en su sencillez había un aire de elegancia con el cual yo no podía competir, ni de lejos. Los hombres con sombrero de copa alta me miraban de arriba para abajo sin creer que un tipo como yo estuviera filtrando con alguien de una finura tan perfecta y acabada. Mientras los demás abrían la puerta del carro para que su amada descendiera, yo era partidario de caminar a cualquier lado, de sentir la fresca brisa de la noche sobre nuestros rostros, de tomados de la mano recorrer avenida Reforma. No tenía automóvil. Mi situación económica no era la más holgada del mundo, sufría contratiempos inesperados que hacían que mi tasa de ahorro no fuera la más envidiable del mundo y, aun así, prefería gastarme todo en libros antes que pagar la renta. Mi ropa no provenía de las grandes tiendas de almacén, mis aspiraciones profesionales eran más bien mediocres, los regalos que le hacía no eran ramos de flores, ni chocolates, ni joyas carísimas, eran libros de edición barata que me habían parecido una maravilla en el pasado. Pero esto a Michelle no parecía molestarle, ¡parecía no molestarle en absoluto! Cosa que me sorprendía y me dejaba perplejo. Y ante la mirada inquisitiva de algún dandy, de algún millonario que agitaba los billetes en vía pública, o de algún atleta de ropa estrecha y mirada altiva, me tomaba de la mano y continuábamos la marcha como si tal cosa… Era estupenda. Y aunque yo trataba de corresponderle de todas las formas posibles, sentía que mi espíritu era demasiado vulgar para tal fin.

Por lo demás, creo que la complacía. Nunca se mostró insatisfecha, al menos, no me reprochó nada. Yo era feliz, no me preguntaba sobre el futuro, no me preguntaba sobre el pasado, disfrutaba el presente y eso era todo. Hallaba yo en sus piernas el seductor camino al paraíso… La deseaba, pero no sólo eso, la quería, la amaba, quería pasar toda la vida a su lado… ¿Quién otra hubiese podido comprender mis traumas, mis manías? ¡Nadie!

La conquista de la eternidad es reducir el tiempo a un solo punto y olvidarse del mundo. Enamorado como estaba, propuse a Michelle que ensayáramos una especie de eternidad, reduciendo las funciones vitales al mínimo simplemente para recobrar fuerzas y entregarnos por completo al amor… Pero esta idea le parecía muy monótona, aburrida. Michelle necesitaba de la existencia de París, Venecia, Praga… Era egocéntrica, capitalista. Y además de eso, algo todavía la ligaba aún a esta sociedad, entrometida y falsa, que yo despreciaba con todo mi ser. Algo que aún desconozco.

Así pues, esa vida paradisiaca llegó a su fin, me quedé sin nada que hacer los jueves en la tarde, y ese tormento se extendió a toda la semana. Los primeros días me dio por la melancolía, andaba cabizbajo, por calles rotas y maltrechas, sin saber qué hacer, a dónde ir, a quién dirigirme. La vida puede ser muchas cosas, pero a veces es aburrida, tediosa, da asco… Fue hasta ese momento que me percaté de lo solo que estaba en el mundo, no tenía a alguien para confiarle la pena que me embargaba. La relación con mi familia era muy estricta, marcial, digamos; a mis amigos hacía años que no los veía, además, siempre que les contaba algo, parecían no inmutarse para nada, ni siquiera compañeros de trabajo, un vecino, nadie… Pensé en comprar un perro, pero al punto desistí de este propósito: era demasiado irresponsable para cuidarme incluso a mí mismo, como para todavía echarme una responsabilidad extra, ¡ningún perro merecía un amo como yo! Ya no me importaba nada. Los fines de semana la pasaba en calzoncillos comiendo pan con mermelada, jugando ajedrez todo el día frente a mi computadora, rascándome la panza. El trabajo se volvió mecánico, aburrido, también ahí gastaba las horas que supuestamente eran para producir plusvalía en jugar partidas rápidas. Dejé de ser una referencia de conocimiento en mi ambiente laboral, yo, que me consideraba un experto en cataláctica, crematística y plutología, no alcanzaba a comprender tanto desfalco de amor, tanto sentimentalismo tirado a la basura. Flotaba en un vacío existencial. Sólo deseaba que el tiempo pasara lo más rápido posible sin causar más dolor.

Porque el paso del tiempo me hacía sufrir. El recuerdo de aquellas horas felices era una ostra a la que se le echa limón y se retuerce. Alguna vez me llamaron al celular para ofrecerme un empleo mejor pagado, vivir en San Francisco, salir temprano los viernes… Los mandé al carajo. No me importaba nada. El mundo podía seguir su curso como quisiera, yo lo único que quería era que todo lo que sentía por esa mujer se acabara. Y aunque ese vivir era un buscar la muerte, no quería besar los labios de la catrina que me portaría a mi destino final. Elevé, pues, las anclas de la nave del olvido. Me enfrasqué en una rutina más bien mediocre. Exacta. Acudía al trabajo por hacer algo y no quedarme en casa, llegaba tarde, una hora al menos, jugaba ajedrez en horas de oficina, me salía a desayunar y a leer el periódico. Nadie me reclamó nada. Era como si no existiera, como si nunca hubiese estado ahí, como si mi trabajo fuese irrelevante… Cambié radicalmente, me sentía extraño, ajeno, otra persona. Creo que el motivo era que me estaba alejando de todo lo que alguna vez me hizo feliz: los cafés, los cines, las librerías, todos esos lugares en los que alguna vez estuve con Michelle quedaron clausurados para mi persona. Mi rutina era la siguiente: los fines de semana los gastaba frente a la computadora, jugando ajedrez. Los lunes, después del trabajo, lavaba mi ropa e iba al supermercado: compraba artículos de limpieza, de higiene personal, pan y mermelada…; martes y viernes corría; los miércoles me iba a misa y a un grupo de retiro —no por sentirme acompañado, quería lograr sentir devoción, algo sublime hacia Dios, tener una certeza—; y los jueves, ¡mis sagrados jueves!, me iba de putas. Todo esto, sobra decirlo, manteniendo el mínimo contacto con la sociedad, ese grupo homogéneo de personas que son para mí, todos los demás. Vegetaba. Era algo parecido a una zanahoria, pero en todo caso una zanahoria a la que le dolía la existencia en el mundo, una zanahoria queriendo escapar de su condición de zanahoria. A veces, con el firme propósito de olvidarlo todo, levantaba mis manos al cielo y le rogaba al creador que, si hacía eso por mí, le prometía dejar de ser tan ateo y abrir mi corazón a las expresiones de la fe más simples y cotidianas, todo, en fin, lo consideraría yo un milagro. No pasó nada.

Sin embargo, ese “no suceder nada” se fue convirtiendo en mi día a día, en un ungüento para la memoria que poco a poco fue secando la herida que Michelle me había hecho en el corazón con un machete. Y aunque mis acciones parecían contradictorias, todas ellas estaban destinadas a un objetivo: olvidar a Michelle. Las horas y los minutos se sucedían los unos a los otros, automáticamente, se confundían con la eternidad. Hasta que llegó el día tan esperado, en el que no sabía si darle gracias a Dios o a mis putas. El recuerdo de Michelle ya no dolía, de hecho, era algo dulce, calmo, que casi rozaba la ternura…

En el grupo de retiro me hicieron una fiesta de cumpleaños, y hubo quien se atrevió a aventar mi cara al pastel, no pasaba desapercibido, al menos… Decidí inscribirme a un torneo de ajedrez en la Alameda Central y, para mi sorpresa, gané un tercer lugar. Me entregaron un reloj digital. Había una chica, de los jueves, con la que siempre me quedaba platicando diez minutos más. Estaban pasando cosas que me enganchaban nuevamente a la vida, que me transportaban a un mundo real y tangible del que me había olvidado. Y comencé a escribir, porque Michelle me dijo un día que debería escribir, escribir las cosas que me pasaban, llevar un diario, cualquier cosa… Y fue así que agregué una cosa más a la lista de eventos rutinarios que enmarcaban mi vida por aquel entonces. Escribir me calmaba, sanaba mi dolor, ese dolor que se siente ante la incomprensión de lo sublime; llegué a sentir placer, incluso.

Empecé a escribir, pero no lo hacía bien. Usaba muchos adjetivos, era exagerado al narrar lo hechos, escribía cosas banales, hechos inverosímiles… Pero no me importaba, sentía una especie de alivio, una liberación, era como recobrar mi existencia… Alguna vez, en el trabajo, me solté a reír a carcajadas por la ocurrencia de un chiste simplón que alguno de mis compañeros soltó al aire sobre los celos matrimoniales, y no pude menos que llevarme las manos al estómago y taparme la boca para no sonar impertinente ante todos, después de mi acostumbrada apatía.

Compré algunos libros de ajedrez, mi meta era volverme profesional. Nada del otro mundo, un libro especializado en la defensa India de Rey y el de Finales Artísticos de Kasparian. Los iría leyendo poco a poco. Había adquirido una destreza en el juego de la cual yo mismo estaba asombrado. Veía partidas inmortales por internet: Karpov vs Kasparov, Bobby Fischer vs Spassky, Mikhail Tal vs Capablanca… ¡Dios, ni aventándome del paracaídas hubiese podido vivir con tanta adrenalina irrigando mi cuerpo! Me emocionaba, me tiraba al piso, pataleaba, las jugadas de estos hombres eran increíbles. Quería algún día jugar como ellos, aunque fuera una sola partida. Algo era seguro, tenía una nueva obsesión.

Un sábado, cuando menos lo tenía pensado, llamaron a la puerta. Me asomé por la ventana, mis ojos no daban crédito a lo que veían: era Michelle. El corazón comenzó a latir con fuerza. ¿Cuánto tiempo hacía que no percibía mi pecho una emoción tan fuerte? Pasaron algunos minutos, no sabía qué hacer. El timbre volvió a sonar. No hice nada. Sonó el teléfono. No me moví. Me quedé pasmado, en shock. El terror se apoderó de mí. Me había hecho ya a la idea de no verla jamás. De pronto todo estuvo en calma. Me asomé, ya no había nadie en la puerta. Respiré aliviado. Hasta ese momento entendí por qué Michelle decía que yo tenía el don de la tragedia. Mi corazón roto, aunque encerrado en mármol, aún latía.

La semana siguiente no pude escaparme. Al abrir la puerta del edificio donde vivía sentí una mano en mi hombro. La invité a pasar y platicamos, sin tocar temas sensibles. Con habilidad de sofista, yo desviaba la conversación hacia temas más banales y bondadosos. La curiosidad nunca ha sido más fuerte en mí que el deseo de la tranquilidad de mi pecho, pero era imposible evadir el destino todo el tiempo: me pidió que regresáramos, me dijo que había logrado escarpar de su pasado, esta vez quería entregarse por completo a mí, y la vi, como se ven esas frescas gardenias en el mes de junio sobre el escritorio de caoba cuando se va al médico: absorto, pero con el pensamiento errático y distante. Cuando insistió, respondí afirmativamente. Que aviente una piedra de buen tamaño aquel que esté libre de pecado. Después de todo, yo amaba la vida, y la idea de compartirla con Michelle para siempre prometía felicidad. Se preguntarán si acaso no recordaba yo el sufrimiento por el que pasó mi alma. ¡Claro que lo recordaba! Pero también recordaba yo el paraíso, esa tierra prometida de sus piernas, sus brazos cálidos alrededor de mi espalda, su mirada monstruosa, devoradora de paisajes campestres…

La única condición que puse fue que nos viéramos los miércoles: podría sacrificar a Dios, pero no a mis putas. Mi rutina cambió. Ya no jugaba en la computadora, me hice miembro honorario del club de ajedrez de la Alameda Central. En lugar de correr por avenida Reforma, decidí meterme a un gimnasio. Me propuse recobrar mi antigua reputación en el trabajo, concursé por un puesto de mayor jerarquía.

Y volvimos a salir a los cafés de antes, a reír de cualquier cosa, a entregarnos desaforadamente al amor, como si fuese el último día. Hacíamos el amor deformando nuestros cuerpos, alcanzando poses que ni los yoguis más audaces alcanzaban. Después de haber sobrevivido a la hecatombe, me sentía fortalecido. Sin embargo, yo no me entregué por completo. Había puesto una muralla de roca sólida que las huestes de Michelle trataban de derrumbar inútilmente, con persistencia.

Me regaló Una novela de ajedrez, la última obra que Stefan Zweig escribió antes del suicidio. Me regaló Las ciudades invisibles de Calvino, donde compara, con certeza, un caballo de ajedrez con un cortejo de carrozas, con un ejército en marcha, una estatua ecuestre, una reina con una dama asomada en el balcón, con una iglesia de cúpula puntiaguda… Pero esos libros quedaron arrumbados en mi pequeño librero, sin mucho tiempo, eran burgueses, formales, como ya lo he dicho, yo era aficionado a lecturas más desesperadas… El poeta persa Khayyam escribió: “La vida no es más que un tablero de ajedrez, cuyos cuadros son los días y las noches; y en el cual el Destino juega con los hombres moviéndolos de aquí para allá, y luego los arroja al cofre de la Nada.” Pessoa, el escritor que logró distenderse en múltiples existencias y así multiplicar el mundo, escribió: “Puse en Caeiro todo mi poder de despersonalización dramática, puse en Ricardo Reis toda mi disciplina mental revestida de la música que le es propia, puse en Álvaro de Campos toda la emoción que no debo ni a mí ni a la vida.” Y en la voz de Reis ensayó un poema que habla de dos reyes persas que concentrados en el juego del ajedrez no se percataron de la guerra, la invasión y la muerte de su pueblo. Imitábamos nosotros a los persas del poema de Pessoa que, concentrados en el juego del amor, nos olvidábamos del mundo. Rodolfo Walsh, otro escritor perseguido por tiranos, escribió un cuento cortó titulado El ajedrez y los dioses, el cual reproduzco por su brevedad y porque me gusta mucho: “También los dioses juegan al ajedrez, pero no en un plano, como nosotros, sino en las tres dimensiones del espacio. Comprendo que es una forma torpe de decir: los dioses no necesitan espacio, tableros ni piezas para su juego infinitamente sabio. No obstante, si de algún modo quisiéramos representar el mecanismo de ese juego eterno, podríamos hacerlo así: el tablero está formado por un cubo, dividido en 512 casillas cúbicas. Las piezas se mueven obedeciendo a las mismas leyes que entre nosotros, pero no sólo en superficie, sino también en profundidad. Si los dioses, por alguno de esos caprichos que los han señalado a la atención de los hombres, quisieran mostrarnos un momento del juego, veríamos quizás alados caballos subir o descender las dos casillas correspondientes, y ubicarse luego a la derecha o izquierda, delante o atrás. O acaso un alfil cruzaría entre nosotros como un relámpago negro. Y temblaríamos ante la majestad de pensativos reyes con los ojos clavados en lejanos fulgores de batallas. Y veríamos terribles la potencia y la saña de las reinas destructoras de hombres. El número de combinaciones posibles es infinito. También lo es el de errores. A veces los dioses cometen errores brillantes, que sólo ellos pueden subsanar. Esas equivocaciones pueden tener consecuencias catastróficas para un mísero peón, para una pieza menor, pero no influyen en la economía general del juego, condenado a perdurabilidad. Los dioses son invencibles. No lo son los trozos de alma que ciegamente manejan: y los he visto sucumbir en sublimes y estériles sacrificios o perfeccionar su aburrimiento en un rincón olvidado del tablero. Se ha dicho que los dioses perpetúan en el juego las leyes de la belleza y la simetría. No lo creo. La costumbre, el tedio, la indiferencia, la infinita vanagloria de la infinita sabiduría intervienen por igual en cada jugada. Se ha dicho pobremente que las fuerzas de un bando simbolizan el bien; las otras el mal. Cualquiera puede comprobar la estúpida mentira de esa creencia. Los dioses no tienen idea del bien y del mal. De lo contrario no podrían existir. En el preciso instante en que la sola idea del bien o del mal entrara furtivamente en la voluntad que mueve las piezas sobre el tablero, éste saltaría en pedazos como una gigantesca copa de cristal.”

Me di cuenta que las diferencias entre Michelle y yo eran marcadas. Nunca lograríamos una simetría perfecta. Sin embargo, la desidia de buscar algo nuevo, joven y vital, nos mantenía unidos. Como una especie de amor degenerado. Y digo degenerado, porque alguna vez me pidió declararle mis sentimientos y no pude expresar otra cosa que el cariño que le profesaba como un loco, pero solamente cariño. Nada más. Mi pasión estaba en el ajedrez. Había algo roto en mí que me impedía volver a amarla salvajemente y que era imposible reparar, mi alma quizá.

Ella siguió ilusionada. No desistía de su intento de recuperar mi amor. Tarea imposible como la de revivir a un muerto. Me escribía cartas de amor, con asidua paciencia, románticas, divertidas, con excelente prosa. Tomaba inspiración de algún poeta. Me complacía con postres exquisitos, con libros, con lencería… Y mi cariño aumentaba, pero ya no sentía amor. Cuando el último regalo, un libro de Borges —que incluía el poema Ajedrez —, llegó a mis manos, quedó arrumbado al igual que los otros.

Me había convertido en alguien cruel y sádico. Así como llegaban las cartas de amor a mis manos, así mismo las quemaba. Aludiendo a un pretexto de pobreza, hacía que ella pagara las cuentas, me comprara ropa, me financiara torneos de ajedrez… La necesitaba a mi lado para manipularla, para humillarla, para vengarme, para amarla y volver a comenzar otra vez. No podría vivir sin ella y se lo hacía saber, con una tierna sonrisa en los labios. Sé que he cometido un crimen y acepto que tengo que pagar por ello. No sé cómo, no sé cuándo. Que mis verdugos me juzguen, lo aceptaré todo. Sólo espero que cuando Michelle lea esto me perdone, porque no escapó, como ella creía, de esa sociedad vil y perversa cuyo pasado la atormentaba, ya lo ven, yo también soy un crápula, un sofista, un traidor

 

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