Elecciones en Venezuela

Llueve sobre Naypidó. Maduro, Machado y las elecciones del 28J

Patricio G. Talavera

El último 28 de julio millones de venezolanas y venezolanos estaban convocados a elegir a su próximo presidente para el período 2024-2030. Por supuesto, a diferencia de todas las elecciones en la región, no era una elección más para renovar cívicamente al titular del Poder Ejecutivo. Se trataba de una oportunidad para la oposición democrática encabezada por María Corina Machado de empujar una transición que terminara con el autoritarismo abierto que rige el país desde por lo menos marzo de 2017, cuando el madurismo decidió anular al legislativo legítimamente electo con un fallo del Tribunal Superior de Justicia designado ilegalmente en la navidad de 2015.

María Corina Machado, líder del movimiento Vente Venezuela del que forma parte el candidato a Presidente, Edmundo González Urrutia. Dibujo: NOVA

Para el gobierno encabezado por Nicolás Maduro, se trataba de la oportunidad de presentar elecciones que sirvieran de fachada para un mayor ablandamiento del régimen de sanciones que padece el país desde 2017, obtener mayor reconocimiento internacional y continuar normalizando su economía y flujo inversor en el estratégico sector petrolero. Maduro, como en las elecciones locales del Estado Barinas de 2021, vulneró en búsqueda de la legitimidad tan necesitada como el agua, su máxima desde 2016, cuando la Asamblea Nacional bajo control opositor comenzó a circular la idea de un referéndum que cancelara el mandato presidencial iniciado en 2013. Esa máxima tácita era (y es) sencilla: no convocar elecciones que no se puedan ganar.

Por supuesto, con una economía en caída libre desde el cuarto trimestre desde 2013, un rechazo ampliamente superior al 70% de la población, problemas de cobertura territorial creciente de las cajas alimenticias repartidas desde el Estado y un ajuste masivo del empleo público (raleado casi a la mitad de su peso en el mercado laboral con respecto a 5 años atrás), Maduro no contaba con las ventajas de un incumbent democrático exitoso. Maduro lo sabía, y aún así, creyó que con la inflación cayendo al 62% interanual y la criminalidad bajo “mayor” control en comparación con anárquicos años anteriores, podía tener la oportunidad de pasar por buenas elecciones con estándares de república postsoviética del centro de Asia.

Ese cálculo efectivamente falló y el sistema electoral venezolano sirvió de llamador internacional dejando las huellas de la victoria de Edmundo González Urrrutia, el candidato que finalmente logró llegar sin ser vetado por tribunales copados por el ejecutivo, a la fecha electoral. En las actas opositoras, Urrutia arrasó con el 66% de los votos, contra el 30% de Nicolás Maduro.

La jornada no dejó un solo detalle que no se pudiera asociar a la peores prácticas de una dictadura: las maquinas dejaron de transmitir hacia las nueve de la noche del día de la votación; miembros del Plan República supuestamente estructurado para preservar la limpieza del acto electoral, se robaban material de los colegios, con mayor o menor éxito dependiendo la fuerza física que enfrentaban de parte de los testigos de la oposición; en decenas de centros de votación, los testigos opositores vieron negados el acceso a copias de actas que les correspondía por ley. El árbitro, el presidente del Consejo Nacional Electoral que debía fungir como autoridad entre Maduro y Urrutia, es Elvis Amoroso, el mismo contralor que había prohibido que María Corina Machado compitiera, y que estaba sancionado por la Unión Europea de manera personal por su complicidad con el régimen. En mayo la Unión Europea había levantado la sanción especulando que con ello podría entrar con su delegación a Venezuela.

Sin actas propias que refutaran las actas de la oposición, con códigos QR y alfanuméricos identificatorios de cada acta cuya falsificación podía resultar fácilmente detectable si el gobierno intentaba la vía de publicar actas forjadas, el gobierno se vio en la encrucijada de aceptar la realidad como en 2015 o huir desesperadamente hacia la «orteguización» final. Tres opciones: primero, el modelo albanés de 1991-1992, cuando el líder comunista Ramiz Alia condujo a una transición relativamente pacífica que llevó a la alternancia en el poder sin producir la extinción como opción futura del hoy gobernante Partido Socialista. En segundo lugar, era posible la vía de Zimbabwe en 2008-2009, donde el derrotado dictador Robert Mugabe acordó entregar el rol de primer ministro al líder opositor Morgan Tsvangirai, desgastándolo y frustrándolo en el ejercicio de un friccionado gobierno compartido. Mugabe logró ganar tiempo y enrostrar la hiperinflación y la violencia represiva en minas a su premier, finalmente derrotándolo con fraude en 2013. La tercera no era más ilusionante: Myanmar. Dictadura militar por décadas, encaró un proceso de flexibilización democrática a partir de 2011 que derivó en triunfos electorales sucesivos de la Premio Nobel Aung San Suu Kyi y la Liga Nacional para la Democracia sobre el partido de las Fuerzas Armadas, Unión Solidaridad y Desarrollo. En un difícil compromiso, con grupos étnicos en combate contra el Estado y con las fuerzas armadas sin ceder poder ni presencia en el Legislativo, Aung San Suu Kyi aceptó incorporarse al gobierno, empujando una apertura que intentó disolver el poder de veto militar. El día antes de la juramentación del nuevo Parlamento electo en 2020 con una arrasadora mayoría reformista, las Fuerzas Armadas desconocieron la elección y procedieron el 1 de Febrero de 2021 a dar un golpe de Estado, volviendo a cerrar el régimen militar vigente casi sin interrupciones desde 1962.

Augusto Pinochet tuvo en el general Fernando Matthei, durante el plebiscito chileno de 1988, la figura que lo obligara, por su propio peso, a reconocer la realidad. Lamentablemente, Vladimir Padrino López, ministro de Defensa y sumo sacerdote de las hermandades inconfesables que sostienen la débil cohesión del alto mando militar venezolano, difícilmente podía representar un similar de Matthei ante Maduro. Las horas y los días pasaron, y los pendientes inocultables crecieron: no se hizo la auditoría de telecomunicaciones (aun cuando el mismo gobierno denunció un hackeo “desde Macedonia del Norte”), no se hizo la auditoría de verificación, el Plan República no informó sobre repliegue del material electoral original, el CNE aún no ha hecho pública las bases de datos. Solamente hubo un ardid tardío de Maduro para salvar al CNE de su noche triste: el recurso ante el máximo tribunal del país, el Supremo Tribunal de Justicia pidiendo una “investigación y verificación para certificar los resultados electorales”, solicitud que no existe en la legislación venezolana.

De los últimos 30 procesos electorales, en 27 el CNE publicó los resultados de cada acta, entregó bases de datos y permitió la auditoría de telecomunicaciones y verificaciones de carácter más avanzado. Solo dejó de hacerlo en las elecciones Constituyentes de 2017, en el referéndum por el Esequibo de 2023 y ahora, con las presidenciales de 2024. El antecedente de la apelación TSJ no es halagador: las elecciones a gobernador del Estado Bolívar de 2017 terminaron con la oposición reclamando ante ese tribunal. Al día de hoy, el tribunal presidido por Caryslia Rodriguez, exalcaldesa chavista del municipio Libertador, sigue sin expedirse, siete años después.

La oposición encabezada por Machado y Urrutia parece ser consciente de todo esto y apuestan al desgaste como estrategia. Las sanciones y la presión internacional han horadado, pero no menguado al régimen de Maduro, el cual desde el inicio de las sanciones se ha fortalecido concentrando recursos en su elite y clientela, vaciando instituciones e incluso transformando a partidos opositores en actores satélites, como Acción Democrática o COPEI. La intervención externa es improbable: vecinos involucrados muy pobres para sostenerla, geografía increíblemente problemática para instrumentarla y Estados Unidos disperso en varios conflictos (Ucrania, Medio Oriente, Taiwán) y con creciente fijación en su competencia contra China. La democracia no vendrá de afuera del país, y declaraciones moralistas de condena obvia y principista no hacen una transición ni ayudan a reducir la represión interna. El tiempo, desde el día anterior a la elección juega a favor de la resiliencia autoritaria. Maduro y su grupo ya han estado en ese lugar y conocen sus reglas. Solo el quiebre militar por desgaste aparece como una alternativa. Lamentablemente pareciera que, como en 1936 y 1958, la Venezuela del 2024 deja en manos militares el futuro posible de una vuelta a la democracia.

La realidad hoy es otra: similar a la de esos tanques que sorpresivamente irrumpieron en las calles de Naypidó ante civiles atónitos, anunciando que Myanmar dejaba de abrirse y la dictadura se ensimismaba. Retrocede 10 casilleros.


Patricio G. Talavera (@Talavera___) es docente de la Universidad de Buenos Aires y Codirector del Grupo de Investigación en Política Europea Contemporánea.

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