Zirel en el espejo

Por María Guillén

Es noviembre de 2017. Estoy en el cuarto de una amiga que mira el nuevo vídeo de Ariana Grande. Se pone seria y me dice, “María, estoy deforme”. “¿Deforme cómo?” le respondo. “Pues es que tengo que operarme este cachete, está caído, es mi cachete malo”. La miro con escepticismo y le digo que está loca. La loca ahora soy yo cuando menciono una y otra vez “voy a operarme la cara, tengo que quitarme el exceso de piel alrededor de la mandíbula. Parezco pez”. “Estás loca”, dice mi novio. Entiendo ahora la locura de mi amiga y su obsesión que en ese momento me parecía incomprensible. Ariana se había operado la cara.

 

Hace casi diez años se estrenó El Congreso del director Ari Folman. En la película, una actriz retirada es de las primeras en pasar por un escáner humano. El escáner captura su imagen, sus gestos, para después almacenarla en una nube. El objetivo es concederles a los usuarios de la nueva realidad virtual la posibilidad de ser ella. El Congreso es esa distopía solipsista donde cada uno elige desde qué perspectiva quiere vivir la vida: la de un niño, un minotauro, una celebridad.

 

La película fue visionaria porque un par de años después empezaríamos a usar máscaras virtuales para mejorar nuestra apariencia frente a la cámara. Los filtros atenúan nuestras facciones, blanquean nuestro rostro, nos hacen una nariz más respingada, labios más llenos, quijada definida. No hubo un boom de minotauros, pero sí de mujeres vanidosas, ávidas por sentirse como modelos y actrices. Y de mujeres mucho más conscientes de sus imperfecciones y asimetrías, que de pronto encontraban un cachete caído, una cara de pez donde antes veían una facción neutra.

 

A la par de las máscaras virtuales, se empezaron a producir máscaras humanas, perfectas. Kim Kardashian se convirtió en el nuevo arquetipo de la mujer guapa que descubrió (o acaso otros lo descubrieron por ella) la insuficiencia de su propia belleza. Si bien no había nada de malo en cómo se veía y era una mujer considerada atractiva, le faltaban elementos para destacar. Y si ella siguió a algunas, o si otras la siguieron a ella; si fue un proceso consciente y calculado o más bien azaroso, la realidad es que había un mercado listo para mujeres que necesitaban una cara nueva. Mujeres cuya cara normal no era suficiente para conseguir lo que necesitaban.

 

La cirugía, antes reservada para las élites y celebridades, se volvió algo de todos los días, los tratamientos se multiplicaron en la forma de hilos tensores, sustancias inyectables, láser, lipoescultura. “El bótox te lo puede poner hasta el dentista” dice mi prima que es cirujana. Hay dermatólogas, cosmetólogas, médicas cirujanas. Tratamientos permanentes o reversibles. Hay clínicas, consultorios, spas. Los precios varían enormemente. Las nuevas tecnologías permiten evitar la hospitalización y reducir el tiempo de recuperación o la agresividad de la intervención.

 

No sólo los procedimientos cosméticos se popularizaron, sino que la demografía cambió. Pacientes cada vez más jóvenes recurren a los tratamientos desde que cumplen la mayoría de edad. Le pregunto a una dermatóloga cuándo recomienda empezar con el proceso: “Desde los veinte yo aplico el baby bótox y lo bueno es que es preventivo, si lo pones desde antes envejeces mejor”. Pero evitar el envejecimiento no es la única meta de estos procedimientos, probablemente la meta más importante en realidad sea lograr un rostro armónico, estético. Para eso existen los rellenos: éstos últimos dan forma a la cara y reparan surcos, dan filo a la quijada, aumentan el volumen de los labios, corrigen líneas finas, desvanecen ojeras.

 

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Tenemos la capacidad médica y tecnológica de señalar puntualmente qué defectos estéticos tiene una persona y cómo corregirlos. No es cosa menor. Sabemos qué partes de la cara necesitan llenarse, vaciarse, estirarse, romperse, reconstruirse para que una mujer luzca más joven, más delgada, más fotogénica. La belleza tiene una forma perfectamente calculada, mecánica, reproducible.

 

La realidad es que no sabemos qué hacer con esa verdad. No sabemos si deberíamos desecharla como un fenómeno tecnológico, vacío, triste. Si debiésemos oponer resistencia o rechazo, asumirla como un hecho moralmente condenable. O si más valiera encontrar alguna racionalización, consolarnos en que las mujeres que se someten a esos tratamientos son poseedoras de una belleza genérica, sin personalidad. Convencernos de que la belleza es subjetiva.

 

Tampoco sabemos qué hacer con la envidia, con el deseo inherente de imitar lo que otras tienen, o de ser parte de la competencia voraz, del miedo a quedarse atrás, quedarse fuera. Y llegamos a considerar la posibilidad de hacernos esto o aquello porque en el fondo sabemos que nos gustaría vernos mejor, vernos así, porque explicaciones aparte, el fenómeno revela que las personas quieren ser más y más bellas, sin importar qué tan bellas fueran en primer lugar. Es un círculo vicioso que redefine lo bello. Si lo bello sigue avanzando y creando nuevas barreras, algo que solía considerarse bello de pronto pierde esa cualidad, y se vuelve feo o peor aún ordinario.

 

A menudo se habla de la presión que sienten las mujeres por sumarse a estas tendencias, y se plantea como un dilema que toma la forma de obligación, siempre con un dejo de “tuve que hacerlo”. “Las mujeres tienen esta presión por lucir de tal forma, verse de cierta manera, tienen la presión de no envejecer”. Y creo que hay cierto miedo en reconocer que esa presión no es una obligación, sino el rendirse ante una sociedad obsesionada con la belleza, pero sin asumir responsabilidad por compartir y propiciar esa obsesión. Es la racionalización que invierte la culpa. Me obligaron a formar parte de un sistema competitivo y despiadado que pasa por alto dos hechos universales: todas envejecemos y envejecer implica la pérdida de esa belleza que tan ansiosamente se quiere preservar. De alguna forma el juego está hecho para perder, porque inevitablemente todas perderemos en algún momento.

 

Pero lo sabemos. Y tan es así que nuestra relación por ejemplo con el tiempo de vida de una celebridad es contradictoria, y encarna tanto el deseo como el desprecio. La contraparte de la belleza etérea, plástica, juvenil es lo monstruoso. La frase “se le pasaron los fillers” ejemplifica esa condena implícita por querer volar muy cerca del sol. La historia tiene una estructura trágica. Todos le aplauden a la mujer joven y bella, pero cuando llega el momento que todos conocemos nadie se compadece de la mujer ajada. Al final somos testigos silenciosos de su caída. Cuando una mujer luce hinchada, desproporcionada, aseñorada, deforme como consecuencia de haberse “arreglado” las personas lo comentan con cierta satisfacción porque es el castigo o la venganza contra su vanidad. En ese caso siempre se comenta que es mejor “dejarse envejecer con gracia”.

 

En octubre, la modelo Linda Evangelista denunció haber sido víctima de un procedimiento de lipoescultura mal hecho y señaló que su cara quedó “brutalmente desfigurada”. La respuesta no produjo empatía, sino lástima, incluso rechazo. Lo mismo ha sucedido con Madonna, Demi Moore, Renée Zellweger. Cada tanto saldrán titulares en tono de sorpresa fingida “¿Qué le pasó a tal?” usualmente refiriéndose a una actriz o celebridad que ya sea envejeció, engordó, o trató de evitar el envejecimiento y no lo logró (y es que casi nadie lo logra).

 

Cuando mi amiga dijo que lucía deforme, lucía deforme comparándose con Ariana Grande. Su punto de comparación había cambiado. Las redes sociales permiten un catálogo visual de comparación. Para saber exactamente qué tiene la otra que no tenga yo. François Dubet dice que hemos trascendido la sociedad de clases para dar paso a la sociedad de las pequeñas diferencias, una sociedad en la que abundan y se multiplican los criterios de desigualdad y la desigualdad siempre es relativa. Se vive mejor o peor, se come mejor o peor, se tienen empleos más o menos agotadores, atención médica de peor o mejor calidad, se vive en una zona de la ciudad más o menos chic.

 

Lo mismo sucede con la belleza física. Los criterios para sentirse fea se multiplican. Y si bien se produce la ilusión de igualdad porque todas consumimos, la tecnología va cercando las barreras estéticas para que sea cada vez más difícil superarlas. Así, cada vez más mujeres tienen acceso al bótox, inyectables, a intervenciones, dando la impresión de que nos acercamos las unas a las otras, cuando las diferencias se hacen más fuertes y marcadas.

 

Lo curioso es que en los estratos más altos se hace todo lo posible por ocultar esa competencia. La cirugía, por mucho tiempo asociada con lo falso, lo plástico, lo vulgar terminó por internalizar ese juicio social, hasta que una de sus metas se volvió precisamente la discreción por encima de la ostentación. El sistema económico en el que vivimos suele ser más listo que sus críticos al engullir sus reclamos y darles una forma presentable. Quizás el aspecto más siniestro de la nueva ola de procedimientos es que las élites eligen disimular, incluso negar el fenómeno, hacerlo pasar como un detalle insignificante.

 

El trabajo de los cirujanos y médicos se ha vuelto tan minucioso que en ocasiones es difícil identificar si la persona “se hizo algo”. La barrera entre lo natural y lo artificial se difumina. Esa sutileza también es una forma de autoengaño. Es la no máscara de la máscara. La mejor intervención es invisible, o al menos dudosa, no se sabe si es producto de una dieta rigurosa, buenos genes, o ejercicio.

 

En ese sentido se repite lo que dice René Girard en su ensayo sobre la anorexia: “Cuanto más ricos seamos, más preciosos deben ser los objetos por los que nos dignamos competir. La gente muy rica ya no se compara a sí misma a través de la mediación de la ropa, los automóviles o incluso las casas… En última instancia, este proceso puede convertirse en un rechazo total a la competencia, que no siempre es, pero puede ser, la competencia más intensa de todas”.

 

La no competencia en este caso se presenta como la internalización que han hecho las élites del mensaje de amor y tolerancia por caras y cuerpos diversos. O en la ilusión de igualdad que viene en confesiones como “yo también he sufrido inseguridad por mi cuerpo”. En ese plano ficticio donde todas somos igualmente bellas. No necesariamente es una hipocresía malvada o cínica, quizás es necesaria considerando la distancia insalvable entre el mundo frío y perfectamente calculador, necesariamente cruel de la nueva cultura de la belleza. La disonancia cognitiva es acaso la única manera de soportarlo.

 

En los cuentos de Bashevis Singer, los demonios se divierten con los humanos. “Cuando un demonio se cansa de perseguir días pasados o de describir círculos en las aspas de un molino de viento, puede instalarse en el interior de un espejo”. Zirel es una muchacha joven que pasa el día viéndose al espejo hasta que es seducida por un demonio que le promete placer y aventura. Zirel sabe que está mal, probablemente sabe que la está engañando y aún así cae en la trampa. Y el cuento termina: “¿Existe un Dios? ¿Es misericordioso? ¿Encontrará jamás Zirel la salvación? ¿O es la creación una primitiva serpiente que se arrastra con el mal? Y, mientras las generaciones se suceden unas a otras, Zirel sigue a Zirel en una miríada de reflejos, en una miríada de espejos”.

 

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