La nostalgia y el mundial de futbol

Por Hugo Garciamarín

Hace unos días, el director técnico de la selección mexicana, Gerardo “el Tata” Martino, explicó en conferencia de prensa las razones por las que el joven delantero, Santiago Giménez, no sería convocado para el mundial. Serio, con cierto hartazgo y soberbia, redujo el tema a una cuestión de jerarquías: aunque Giménez pasa por un buen momento, no tiene la experiencia que sí tienen Raúl Jiménez y Rogelio Funes Mori: “Choca con la jerarquía de otros números 9”, señaló.

La conferencia de Martino fue fría como la polémica posterior. Para un medio y un público acostumbrados a los sobresaltos, a los escándalos y a las controversias alrededor de las listas mundialistas, la conversación sobre la exclusión de Giménez fue realmente menor si la comparamos con otras del pasado reciente, como la de Jonathan Dos Santos, en 2010, o la de Cuauhtémoc Blanco, en 2006. Una de las razones es que esta selección y este mundial despiertan poco interés y pasión en nuestro público futbolero, algo que no me había tocado presenciar ni sentir nunca.

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Como buen futbolero, tengo diversas cábalas y tradiciones que anudan mi vida personal y profesional con mi afición al futbol. Una de ellas es medir el paso del tiempo a partir de los mundiales de futbol, la emoción que me provocan y los lugares en donde me encontraba al momento de su realización. Recuerdo, con peculiar alegría, el mundial de Francia, en 1998. Me encontraba en el salón de clases de mi madre mirando el México vs. Holanda con su grupo de sexto de primaria. Yo tenía seis años. Ningún gol, salvo el de Carlos Hermosillo a Ángel David Comizzo meses antes, me ha causado tal emoción como el de Luis “el Matador” Hernández a Edwin Van Der Sar. Abracé eufórico a Giovani —un alumno de mi madre con el que me llevaba bien— mientras gritaba: “¡Sí se pudo!, ¡sí se pudo!”. Aun hoy, cuando estoy de ocioso y quiero emocionarme, veo la repetición del gol en youtube.

También recuerdo desvelarme con mi padre para ver los partidos del mundial de Corea-Japón, en 2002, y haber soñado que perdíamos contra los gringos dos noches antes de que realmente pasara. A mis diez años me convencí estúpida y alegremente de que mi sueño había influido para que Rafael Márquez se hiciera expulsar y para que Landon Donovan nos marcara gol. Luego recuerdo el mundial de 2006 por el golazo de Maxi Rodríguez en tiempos extras y el fraude electoral que sufrió López Obrador. En casa se vivió como una doble tragedia que se sintió en el alma casi durante el mismo tiempo que permaneció el plantón de reforma.

El mundial de Sudáfrica, en 2010, lo recuerdo con la misma alegría que el de Francia. Fue durante el mejor verano de mi juventud temprana. Lo viví junto a los amigos con quienes tenía una banda de hard rock, la que por mucho tiempo me hizo muy feliz. Hasta fuimos al zócalo y a mi amigo Iván, al que no le gusta mucho el fútbol, lo entrevistaron para la televisión sólo por traer una máscara de luchador. No supimos qué dijo, y por lo mismo nos reímos mucho. También recuerdo gratamente los días llenos de pláticas, retas de play, cascaritas y el programa de radio por internet que comencé con mi amigo Alberto, con el que hasta la fecha puedo hablar de futbol todo el día. Aunque la selección fracasó como siempre, yo me divertí como nunca más lo he vuelto a hacer.

Brasil 2014 me tocó en la universidad y con emociones encontradas: la selección mexicana me causaba mucho enojo, pero no la dejaba de ver. Odiaba a Miguel “el Piojo” Herrera por la final del América vs. Cruz Azul de un año antes, pero estaba convencido de que podía levantar anímicamente a una buena selección de futbol. Y así fue: México hizo un emotivo y buen mundial, y el #NoFuePenal nos marcó a todos. Incluso mi hermano, que no es fanático del futbol, no lo podía creer. Por último, el mundial de Rusia 2018 fue una reconciliación con 2006: la selección que nos deslumbró venciendo a Alemania, fracasó nuevamente. Pero López Obrador por fin alcanzó la presidencia y una celebración frustrada por años pudo realizarse en el zócalo de la Ciudad de México, aunque la decepción con el ahora presidente vendría después.

El futbol me ha acompañado desde siempre y puedo, a través de él, recordarme, ver lo que ha cambiado y pensar en gente que en algún momento ha estado conmigo. ¿Qué dice este mundial de mí?

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Este mundial me importa realmente poco y eso me entristece y me enoja. Intenté replicar actividades que antes hacía con gusto, como revisar alineaciones, asegurarme de tener todos los canales para ver los partidos e inicié la linda y todavía incompleta tarea de llenar el álbum del mundial junto a mi pareja. Pero ni así logré emocionarme como antes. ¿Será por la selección? Según la encuesta de Mitofsky realizada en julio de este año, el 65% de los aficionados no tiene interés en seguir los partidos del conjunto nacional y el 42% cree que no pasará de fase de grupos. A su vez, “el Tata” Martino es el entrenador con la menor aprobación en los últimos tres mundiales. Y eso que tuvimos hace poco a Juan Carlos Osorio.

La selección mexicana siempre ha sido una posibilidad de éxtasis. Nunca hemos sido potencia futbolística y probablemente nunca lo seremos, pero siempre hemos soñado con la posibilidad de ganarle a los mejores y de demostrar que podemos trascender, individual y colectivamente. La selección de 1998 nos entusiasmó porque era un conjunto de jugadores de nuestra propia liga que se levantaba siempre ante la adversidad: siempre perdiendo y siempre remontando, aun con jugadores expulsados.

Con el pasar de los años se nos prometió que la trascendencia llegaría con menos dependencia de los clubes locales y con más competencia en las grandes ligas del mundo. Si exportábamos jugadores para que jugaran con y contra los mejores, tendríamos mejores oportunidades para competir internacionalmente con consistencia y no sólo con chispazos. Tampoco pasó. Los Chicharito, los Carlos Vela, los Giovanni Dos Santos lograron exactamente lo mismo que los Luis Hernández, los Claudio Suárez y los Ricardo Peláez.

Contradictoriamente, mientras eso pasaba, los directivos renunciaron a que los clubes y nuestra selección compitieran con mejores equipos. Competir en Copa América o Copa Libertadores no sólo mejoraba a nuestro futbol, sino que era un aliciente para el deseo de trascendencia. Cruz Azul goleando a River Plate, Guadalajara a Boca Juniors, México venciendo a Brasil con un golazo de Neri Castillo, eran resultados que nos unían a diferentes emociones colectivas y nos daban la esperanza de que siempre se podía hacer algo para mejorar y ganar. Pero se ha renunciado a eso, gracias a la muy tecnocrática idea de que el punto es generar dinero y cumplir con lo mínimo que pide nuestra confederación. Hemos llegado al absurdo, porque de ninguna manera, ni en lo simbólico, ni en la práctica, es igual que los jugadores de la liga participen en un juego de las estrellas contra los mejores de la liga de los Estados Unidos —sólo a los gringos les importan esos eventos—, a que nuestros equipos triunfen en una cancha hostil y mal podada en Sudamérica.

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Qatar es un mundial por lo menos extraño. Desde que se anunció que sería sede, se han suscitado muchas polémicas en torno a su organización. Que si se podría ingerir bebidas alcohólicas, que si se podría usar banderas que reivindiquen a la comunidad LGBT+, que si tenían las capacidades estatales para garantizar un buen mundial y un montón de cosas más, producto del inevitable encuentro entre oriente y occidente. Con ello se ha generado un ambiente poco festivo desde los medios de comunicación.

Además, es un mundial cuya logística ha trastocado la organización de las ligas en todo el mundo. Se juega en diciembre, cuando tradicionalmente los mundiales se juegan en junio, y hubo que modificar calendarios para poder cumplir con los plazos y no perder el bendito dinero. Así, de forma absurda, las ligas del mundo se suspendieron apenas una semana antes del mundial y en el camino se lesionaron figuras indispensables para sus selecciones, como Sadio Mané para Senegal. Hasta la Liga Mexicana se vio afectada: el torneo fue veloz, francamente malo y con resultados extrañísimos hasta en la final. Total, que a todos nos resulta incómodo que haya un mundial en noviembre y diciembre y con las ligas a la mitad o terminando a las prisas.

También hay que resaltar que es un mundial que se da en medio de un mundo convulso y la FIFA ha actuado de manera contradictoria. Excluyó a la selección de Rusia de la reclasificación para el mundial por la guerra contra Ucrania, pero permitió la participación de Arabia Saudita que bombardea constantemente a Yemen. Amenazó con sancionar a la selección nacional de México por el grito de puto, pero no hace lo mismo con otras expresiones homofóbicas y permitió que el país anfitrión mantenga sus restricciones a la población LGBT+. De igual modo, hemos podido observar una sistemática y, en algunos casos, desproporcionada crítica a la realización del mundial de parte de medios de occidente. El mayor cinismo al respecto fue la declaración de Joseph Blatter diciendo que se arrepiente de darle el mundial a Qatar. Claro, 12 años y varios millones después.

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Hace unos días un amigo me dijo: “el asunto central de la nostalgia es la imposibilidad de volver”. De volver a casa, a los amigos, a los lugares, a los recuerdos. En mi opinión, el futbol, como actividad lúdica, es fundamentalmente nostalgia: la libertad que se sentía al jugarlo, al verlo, al llorarlo, al disfrutarlo, al sentirlo. Nunca en la vida podré vivir de nuevo la emoción de ver anotar al Matador, o la tranquilidad de sentarme en la madrugada junto a mi padre, o la felicidad adolescente de reunirme a jugar y cantar con mis amigos sólo porque había tiempo para hacerlo. Evocar estos recuerdos me aproxima a una experiencia sublime, a la vez lejana e imposible.

Quizás lo que este mundial dice de mí es que estoy triste. Pero también me parece que se ha hecho todo lo posible para que la selección nacional pierda todo el encanto que tiene este deporte: de ponernos a soñar y a pensar en otras cosas. En una de esas, Raúl Jiménez se recupera y nos hace avanzar al quinto partido. Pero sin el gozo previo es difícil imaginarlo.

Al menos me reconforta pensar: en cuatro años, ¿qué dirá el mundial de nosotros?

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