Los cambios de época se marcan con la transformación de los espacios. Entre polvo y silencio, se añade o se pierde por el camino lo que siempre quisimos conservar. Las grandes movilizaciones —o inmovilizaciones— históricas aceleran el proceso. En el año 2020, el siglo XXI doblegó la rutina social con la sintomatología de un organismo enfermo. La obligatoriedad del reposo y el aislamiento físico han hecho que el humano reconsidere las maneras de enfrentarse al exterior, el gran enemigo. Por el momento, éste se presenta como un entorno al que sólo se puede acceder de forma segura mediante la virtualidad, con las puntas invisibles de los dedos sobre pantallas y teclados. Los privilegiados, que pueden resguardarse de la tormenta en el interior de vitrinas, pueden testimoniar que los lugares de memoria (Les lieux de mémoire), como el historiador Pierre Nora nombra los espacios históricamente significativos, ahora son las cáscaras cotidianas del hogar.
Durante un año he visto decenas de edredones en lechos desconocidos, libreros con volúmenes indistinguibles y salas decoradas en serie, porque la intimidad doméstica, consagrada como un anticuerpo hecho de concreto, se abrió al espectro público, a la mirada de quienes comparten contigo la sala de videoconferencia. La casa-habitación se reviste como un escenario teatral que adopta las formas de la vida pasada, y con ellas la memoria, en el intento de emular las experiencias visuales, corporales y sensoriales del mundo exterior en algunos de sus campos más significativos: la comunicación, el trabajo y la educación.
Los espacios conforman la identidad de los cuerpos que resguardan. Congregan simbólicamente los refugios de la imaginación, los recuerdos y, por ende, la cultura. Es por ello que las mudanzas y la reubicación de oficina afectan emocionalmente a quien empaca un lapso de su vida, porque el cierre de una etapa se relaciona con la pérdida de un entorno familiar. He visto miradas fúnebres en quienes se despiden de una puerta cerrada con el nombre propio rotulado en la puerta. En cambio, por la pandemia, para muchos otros dicho cierre fue automático e indefinido, y le exigió a los interesados que trasladaran su capital simbólico de convivencia y trabajo a la reclusión hogareña.
Nora construyó su aparato conceptual para describir las circunstancias europeas de la materialización de los recuerdos, pero sus palabras reflejan el mismo procedimiento de fijación de la historia en monumentos en otras latitudes. En México, por ejemplo, como en el resto de los países de Latinoamérica, también se dialoga con ídolos en estructura de plazas, templos y estatuas que cumplen al menos dos cometidos en la generación de la memoria: la primera, reproducir un discurso oficial asociado a la historia; la segunda, generar emociones en el imaginario colectivo, entre las risas, los encuentros, las despedidas y el sufrimiento.
La memoria es el cúmulo de experiencias que puede volverse colectiva al compartirse en un grupo a través de referentes comunes. Dichos pensamientos se expresan por medio de vestigios materiales e inmateriales (edificios, documentos, fotografías, oralidad, música y moda) que delimitan las etapas del cambio y acarrean consigo comportamientos y visiones del mundo. El novelista austríaco Stefan Zweig afirma en el prólogo de su autobiografía, El mundo de ayer. Memorias de un europeo (1941), que la memoria no retiene elementos por azar y pierde otros por casualidad, sino que ordena juiciosamente, por lo que sólo lo que uno quiere conservar tiene derecho de ser conservado para los demás.[1] En el mismo sentido, Pierre Nora considera que “cuanto menos se vive la memoria desde lo interno, más necesita soportes externos y referentes tangibles de una existencia que solo vive a través de ellos. De allí la obsesión por el archivo que caracteriza a lo contemporáneo y que implica a la vez la conservación íntegra de todo el presente y la preservación íntegra de todo el pasado”.[2] La fijación tangible de los recuerdos requiere elementos depositarios de valores, entre los cuales, los lugares de la cotidianidad tienen un sitio privilegiado porque, desde su edificación, están llenos de sentido.
El universo de la casa-habitación se erige como un sitio privado con barreras referenciales y simbólicas que concentran la imaginación, de acuerdo con ambos autores. Sin embargo, dicho ámbito supera para sus habitantes el mero valor técnico de la hechura de sus muros y lo oneroso de sus acabados, incluso su valor histórico como retrato social. Es el receptáculo de la memoria, el primer terreno sagrado de la formación humana y social. Hoy en día, cuando los lugares de memoria tradicionales a los cuales acudíamos se encuentran cerrados o muy pocas personas pueden acceder a ellos, hemos conseguido encapsular en la casa la esencia de sus funciones prácticas del ejercicio laboral y social.
Dicho espacio privado, ya desde antes depositario de conocimiento e intimidad, y al mismo tiempo abierto a la mirada histórica, se ha convertido en el soporte material de la transmisión humana de mensajes. Como docente, mi primer acercamiento a las personalidades y los trayectos de vida de los estudiantes se ha dado a partir del telón que exhiben frente a la cámara, cuando les es posible encenderla (lo cual ya es un mensaje en sí mismo de postura o de asequibilidad). El fondo detrás de sus caras es una mirada en primer plano del telón de la vida cotidiana al desnudo.
Los estudiantes se comprometen a seguir los códigos de una realidad adaptada (reproducir la experiencia escolar en sus hogares). Sin embargo, también son conscientes del artificio y del carácter improvisado del aula virtual. Por ello, aprovechan la ocasión de saberse parte de un fondo de pantalla heterogéneo para expresar su individualidad a través de los objetos que los rodean y muestran en cámara, como una figurilla de plástico, el color de la pared, el diseño de una lámpara, una cama tendida, la organización general de sus cosas.
En las habitaciones conviven discursos mixtos. Donde se come, se duerme o se descansa, también se toman decisiones para el devenir de una empresa, se lleva a cabo una cena familiar y se acreditan grados académicos. Una recámara se ha vuelto una sala de juntas. Asimismo, el teatro del hogar como entidad depositaria de significados y memoria se extiende a los dispositivos electrónicos de comunicación, computadora, tableta, smartphone, smartwatch y asistentes virtuales del hogar, que agrupados con el usuario constituyen una puesta en escena operística: grandilocuente, apasionada y, en cierto sentido, dolorosa.
Durante un año, las memorias colectivas generacionales no se han generado en espacios compartidos, salvo las de disidentes que escarban en las hendiduras de la normativa social para seguirse reuniendo. Un cumpleaños familiar en grupo es un acto de resistencia para generar memorias compartidas, así sea desde la clandestinidad y la afrenta pública.
Los objetos afianzan mentalmente la ilusión de que entramos y salimos, aunque sea el salto de una ventana a otra. Se acondiciona el entorno doméstico ya para extender su uso práctico (reunir las herramientas necesarias para montar un consultorio o un gimnasio), ya por motivos estéticos, en cuanto que la cantidad y la calidad de los decorados son un símbolo de estatus. Tanto quien muestra una pared blanca como el que presenta una biblioteca es consciente de que los artefactos del campo de visión dicen algo de nosotros. La importancia de construir nuestra escenografía con telas propias y utilería personal se convirtió en una firma, en una extensión en movimiento del autorretrato que refrenda las diferencias sociales mediante la selección de los bienes exhibidos.
En suma, la casa puede leerse como un lugar de memoria porque es posible generar sentimientos sensaciones y valores para transformarlos en memorias personales compartibles. Asimismo, la comunicación vía remota desde el domicilio ha permitido prolongar el alcance de los sentidos corporales, manteniendo el énfasis de antaño en la expresión visual en lo que hacemos y en lo que somos.
Las memorias nunca han dejado de preparase en casa, pero ahora conjuntan, como antaño, la experiencia humana completa dentro de sus cuatro paredes. La supremacía del espacio doméstico aprovecha la inseguridad del exterior para engullir otros ambientes de sociabilidad. Niños, jóvenes y adultos hemos aceptado desde trincheras distintas convertir nuestro día a día en una escenificación donde pretendemos seguir físicamente juntos. Ofrecemos el sacrificio de la intimidad a cambio de la simulación de que la vida puede seguir el rumbo de sus obligaciones desde el encierro. El hogar suma a su archivo la conservación de memorias de tiempos extraordinarios, apoyado por la cámara como fuente adicional de conservación. Ésta permite a sus muros y mobiliario convertirse en un telón verosímil, pieza clave para mantener el pacto de ficción y revestirlo con solemnidad. Es por ello que los objetos se vuelven el atrezo que reconstruye la carga simbólica del lugar representado. El tránsito de segundos que tarda mi mano en empujar un cuaderno hacia un lado y dejarle el sitio a un plato caliente es suficiente para indicar el cambio de un acto a otro y, con ello, apropiarse de un nuevo discurso. Las acotaciones de mi comportamiento dependen del contexto que se abra en mi software de videoconferencia.
[1] Acantilado, Barcelona, 2011, p. 10.
[2] Pierre Nora, Pierre Nora en Les lieux de mémoire, Trilce, Montevideo, 2008, p. 26.