Una humilde sugerencia

Por Hugo Garciamarín

Para evitar que las familias mexicanas sigan siendo fracturadas por la larga noche neoliberal y puedan sostenerse como la base luminosa del humanismo mexicano

Como todo hombre bien intencionado y sinceramente preocupado por el destino de su patria, me mantengo atento a los signos de nuestro tiempo. Por ello he observado, con creciente inquietud, que nuestro querido México atraviesa una profunda crisis moral. Dicha crisis es, desde luego, herencia directa del neoliberalismo, esa ideología perversa que Carlos Salinas de Gortari nos impuso con frialdad tecnocrática y que Héctor Aguilar Camín difundió con entusiasmo editorial. Gracias a Dios —y a la Cuarta Transformación— el neoliberalismo dejó de existir en nuestro país; pero sus estragos persisten, como una enfermedad grave que, si bien ha sido curada, aún exige atención por los efectos secundarios que ha dejado en el cuerpo de la nación.

La causa de esta crisis resulta, por decir lo menos, palmaria. Sin embargo, por razones que desafían tanto a la razón como al más elemental sentido común, las universidades —esos recintos donde el pensamiento, otrora libre, ha sido colonizado por la derecha conservadora— y los tecnócratas de abolengo —esos pirruris de mirada cosmopolita y alma extranjerizante— no quieren reconocer lo evidente: la unidad familiar se está desmoronando. Y no se trata de cualquier unidad familiar, sino de la familia mexicana, esa institución casi sagrada en la que las abuelitas gozan de una veneración que roza lo litúrgico, y donde las madres, con una sonrisa tierna, asumen sin chistar los papeles de madre y padre. Esa familia, último bastión de cohesión y verdadera seguridad social, está desapareciendo. Pero los expertos, tan prestos a disertar sobre gobernanza global o modelos escandinavos de reforma fiscal, callan cuando se trata de enfrentar los verdaderos problemas que desgarran el corazón mismo de nuestra patria.

Según datos del INEGI, en 2023 los matrimonios disminuyeron un 1.1%, último año del que se tienen registros. Pero más revelador aún es el crecimiento sostenido, a lo largo de los últimos nueve años, en la proporción de divorcios por cada matrimonio. Entre 2014 y 2023, dicha relación aumentó en 13 puntos porcentuales, pasando de 19.6 a 32.6 separaciones por cada 100 enlaces. Es decir, ¡el matrimonio va tan mal que, por cada 100 que se celebran, más de 30 terminan en divorcio!

A ello se suma un dato más que alarmante: la soltería domina entre los jóvenes de 15 a 29 años, con un 68.7%; mientras que el matrimonio apenas se mantiene como norma en los adultos de 30 a 59 años (47%). Irónicamente, los jóvenes llamados a encarnar el porvenir del humanismo mexicano, son los mismos que hoy, lejos de fundar hogares, parecen inclinarse por la endemoniada independencia del algoritmo y la convivencia efímera del match. ¿Qué queda del matrimonio, esa institución que durante las grandes transformaciones de México sostuvo la arquitectura emocional y normativa de la familia? Al parecer, apenas un rastro estadístico en los informes del INEGI.

Fantasía moral (Visio tondali)
Copia El Bosco
Copyright de la imagen ©Museo Nacional del Prado

El problema es tan profundo que esos jóvenes, en lugar de buscar pareja, sellar la sagrada unión del matrimonio y entregarse luego al noble arte de la procreación, optan por adoptar perros. Incluso han llegado al extremo de llamarles perrhijos, una afrenta no menor a la lengua española y, quizás, uno de los síntomas más alarmantes de nuestra decadencia moral.

Algunas voces patrióticas, no obstante, se alzan en medio de esta deriva civilizatoria, como es el caso de la ilustre Patricia Iparrea Sánchez, secretaria de Educación en Tabasco, quien ha exhortado a los jóvenes a tener más hijos en vez de criar animalitos, no sólo para fortalecer el tejido familiar, sino también para engrosar la matrícula de inscritos en la educación pública y así conducir a las nuevas generaciones al luminoso sendero del conocimiento impartido por la Nueva Escuela Mexicana. Lamentablemente voces como la suya no son mayoría.

Pero lo peor de todo —y en ello reside la verdadera tragedia contemporánea— es que la fractura de la unidad familiar deja tras de sí un terreno fértil para la desilusión, el desencanto y, en consecuencia, para el repliegue individualista. Apenas el 37.4% de las personas divorciadas en México declaran estar satisfechas con su vida sentimental, una cifra que revela no sólo el vacío afectivo que deja la ruptura, sino también la dificultad de volver a confiar en el otro. ¿Cómo esperar, entonces, que quienes no encuentran esperanza en el amor familiar logren amar a su patria sin caer, en ese vacío de sentido, en los brazos discursivos de la extrema derecha? Sin el refugio de los afectos duraderos, el pueblo de México corre el riesgo de quedar a merced del cinismo neoliberal, de personajes siniestros que prometan orden, pero sin amor por México, por su gente y por nuestras bellas tradiciones.

No obstante, gracias a la ansiedad que lo anterior me provoca, logré descifrar el origen de la ruptura de la unidad familiar: el adulterio. No cualquier adulterio, claro está, sino aquel que cometen las mujeres. Durante décadas, los hombres incurrieron en uno que otro desliz, pequeñas licencias que, lejos de desencadenar crisis morales, parecían incluso contribuir al equilibrio del hogar: su infidelidad, a veces traducida en ausencia, permitía que la mujer floreciera en virtud, se hiciera cargo de todo, cuidara mejor a los hijos, trabajara con empeño y reforzara los lazos con sus hermanas, tías o madres. El varón era, de una u otra forma, el catalizador de la fortaleza familiar.

Joseph flees from Potiphar’s wife as she attempts to seduce him. Lithograph by Franz Hanfstaengl after Carlo Cignani. Wellcome Collection. Source: Wellcome Collection.

Pero los tiempos han cambiado, y no precisamente para bien. Hoy son las mujeres quienes renuncian al matrimonio, quienes abandonan, quienes traicionan, quienes —no hay otra forma de decirlo— destruyen familias. El caso de Ángela Aguilar es, en este sentido, paradigmático. Heredera de una dinastía profundamente mexicana, símbolo viviente de la música que enaltece nuestras raíces, se convirtió en factor de ruptura, en vez de un factor de unidad y buenas costumbres. Una cosa es que Christian Nodal la pretendiera —los hombres, al fin y al cabo, siempre han tenido sus pasiones— y otra muy distinta es que ella, en lugar de declinar con dignidad o, si tanto lo quería, aceptar con humildad el honroso rol de ser “la otra”, haya decidido facturar una familia que, si bien aún no estaba unida bajo el sexto sacramento, ya tenía una hija de por medio. Nos estamos quedando, irremediablemente, sin valores.

Al llegar a esta revelación —¡a esta verdad tan simple como insoportable!— no supe a quién acudir, ni cómo hacer algo al respecto. ¿A quién se le confía el hallazgo de que la fractura familiar y la desilusión sentimental están en la raíz misma de nuestra decadencia? Vagaba en ese mar de incertidumbre cuando, de pronto, apareció una luz: la audaz propuesta de Arturo Ávila, diputado de la transformación, para regular los corridos tumbados y los narcocorridos, esos himnos de la barbarie que glorifican la violencia y erosionan el tejido social. Y como si el cielo mismo se alineara con las preocupaciones del pueblo, vi con emoción el respaldo que le otorgó Ricardo Monreal —el piloto experimentado de esa nave nacional llamada Cámara de Diputados—, dispuesto a llevar esa cruzada hasta buen puerto.

Entonces comprendí: ellos sí entienden lo que el país necesita. La violencia que lastima a México no brota de la impunidad, ni de la corrupción estructural, ni de la falta de estado de derecho, ni de los pactos inconfesables entre el poder político y el crimen organizado; no, brota de la narcocultura que floreció en las canciones nacidas en la noche neoliberal. Del mismo modo que la ruptura familiar no es sino consecuencia de una pérdida de valores del neoliberalismo que, hoy día, se cuela, como veneno dulce, a través de TikTok, la radio, la televisión y las plataformas de streaming. En este horizonte desolador, ellos —los arquitectos del nuevo orden moral— se alzan como custodios de la patria. ¡Al fin alguien tiene las agallas para enfrentar los problemas que laceran a México!

Gracias a su inteligencia y valentía por fin supe qué hacer con mis reflexiones. A ellos, sabios legisladores del nuevo orden moral, someto, con humildad, la consideración de esta propuesta, nacida del corazón noble de quien aún cree en la patria, la familia y el amor, para que la impulsen o les sirva de inspiración para su valiosa labor legislativa:

  1. El Estado, retomando el espíritu rector de los padres de antaño, deberá encargarse de asignar un esposo a cada mujer al cumplir los 18 años. Este acto de justicia social deberá realizarse, como en toda buena democracia, por sorteo, con el noble objetivo de evitar que los ricos sólo se casen con ricos. Nada más igualitario que el azar.
  2. Los hombres, criaturas naturalmente volcadas al impulso y la aventura, no tendrán de qué preocuparse. El casamiento no limitará su legítimo derecho al esparcimiento amoroso. Para ello, el Estado, en un gesto de previsión social, conformará un comité —de expertos como los que eligieron los perfiles para la elección al Poder Judicial— encargado de seleccionar mujeres que no serán destinadas al matrimonio, ya sea por infertilidad o por poseer ciertas características sociales no compatibles con la virtud conyugal; para que puedan dedicarse a otras actividades y a su vez estar libres para el esparcimiento amoroso de los hombres. Ellas cumplirán, gustosas, su rol patriótico.
  3. A diferencia de los varones, las mujeres que incurran en adulterio deberán ser sancionadas con rigor. Se impondrá prisión preventiva oficiosa —mecanismo ya probado y aplaudido— para evitar fugas, encubrimientos o el borrado de mensajes comprometedores en redes sociales. La nación se los demanda.
  4. Quedarán prohibidas todas las canciones de reguetón y otros géneros que hagan apología del adulterio, la soltería o la alegría no supervisada por el Estado. Se acabaron las carreras de Yerimua, de Bellakath, e incluso dejará de sonar Jenny Rivera. Las series, películas y contenidos que no exalten la virtud doméstica serán suprimidos, salvo que Canal Once, con su reconocida sobriedad, realice documentales educativos donde se muestren los estragos del adulterio y las virtudes eternas de una buena familia. La cultura volverá a ser escuela de la moral.

Considero, con plena convicción y moderada esperanza, que las medidas aquí expuestas permitirán detener la decadencia moral que aqueja a nuestro país. Al restituir el orden familiar, corregir las desviaciones culturales y reorientar los afectos hacia su cauce natural, preservaremos el alma de la nación y afianzaremos con mayor firmeza el cambio verdadero que se ha propuesto para México. Porque la transformación no estará completa mientras el corazón del pueblo siga desorientado. Y ese corazón —permítaseme recalcarlo— es la familia.

Quiero manifestar, desde lo más profundo de mi ser, que ningún interés personal —por ínfimo que sea— me impulsa a promover esta empresa necesaria; que no me guía otro propósito sino el de contribuir al engrandecimiento de nuestra patria y a la restauración de la moral que entrelaza los lazos de nuestro pueblo. No soy más que un hombre común, sin grandes atributos, pero animado por grandes ilusiones, deseoso de sumar a la empresa grandiosa que hoy se gesta en México: la Cuarta Transformación. ¡Viva México!

Discurso que hizo don Quijote de las armas y de las letras (cap. XXXVIII)
Manuel, García «Hispaleto»
Copyright de la imagen ©Museo Nacional del Prado

Nota del autor: Este texto de ninguna manera está inspirado en la obra de Jonathan Swift, Una humilde propuesta, ilustrada por Raquel Marín, Madrid: Nórdicalibros, 2012. El escrito es tan original como la obra escrita de Yasmín Esquivel, y sus argumentos tan sinceros como el amor que Alejandro Murat profesa al pueblo de Oaxaca.


Hugo Garciamarín (@Hgarciamarin) es politólogo y Director de la Revista Presente

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