No es particularmente novedoso afirmar que nuestra conversación pública vive momentos extraños, que, en buena medida, responden al proceso de cambio político. No obstante, tendríamos que detenernos un poco para ver exactamente qué elementos del cambio político han provocado esa suerte de malestar, y cómo ha modificado los términos del debate.
Parto de dos tesis centrales. La primera de ellas es que la emergencia de nuevos actores políticos modificó las estructuras en que se basaban, hasta hace unos años, los términos de la conversación pública. La segunda, de la mano con lo anterior, es que el cambio político reciente ha supuesto la redefinición de lo político y de sus alcances. Ambos elementos explican, al menos en parte, las tensiones en la conversación pública y orientan la mayor parte de las posiciones que participan en ella.
Nuevos actores y definición del espacio político
Sería absurdo atribuirle exclusivamente a los resultados electorales de 2018 la modificación en las estructuras de la conversación pública —que, de manera muy simple, reduciré a los actores más visibles (e influyentes) y el lugar que lo político había ocupado hasta hace poco—. Si acaso, la victoria electoral de la izquierda[1] cristalizó un momento político en el que dichas estructuras ya estaban desgastadas y, en buena medida, superadas.
A pesar de ello, las principales voces, publicaciones y espacios de la conversación pública habían podido incorporar o, de plano, mostrarse refractarios a las demandas de pluralidad, tanto de actores como de ideas. Si bien existió cierta apertura de espacios para voces relativamente contrarias al sentido común compartido, los términos generales del debate público, las y los actores principales, así como las ideas centrales, permanecieron prácticamente invariados.
Todo proyecto político tiene una serie de premisas básicas a partir de los cuales se definen programas, prioridades y recursos. El proyecto de la transición democrática se gestó hace varias décadas y tuvo, hasta hace poco, ideas concretas de los problemas y algunas fórmulas para hacerles frente. Fue un proyecto bastante exitoso, que no sólo definió el camino para buena parte de las instituciones, sino que sirvió de guía para toda una construcción de sentido común.
Entre otras cosas, definió el espacio político y trató de establerlo como una esfera separada, cuando no independiente, de la ciudadanía. Más allá de los problemas semánticos (dado que me parece que la ciudadanía es un concepto eminente y necesariamente político), esa separación supuso una suerte de moralidad: lo ciudadano era un espacio conquistado, arrebatado a lo político en estricto sentido. Concretamente, a todo lo que representara o recordara al régimen previo a la transición democrática.
El primer problema de la actual conversación pública tiene sus raíces ahí. La explicación estándar que se dio entonces al movimiento encabezado por el hoy presidente de la República tendió a ubicarlo como una vuelta al pasado. Una lectura bastante simplista tendría que darles la razón.
El segundo problema es que los partidarios de estas ideas de la transición consiguieron espacios tanto en los medios de comunicación y en el sector público (que desdibujó sus principales fronteras con el privado, además) como en la academia. De tal suerte, ubicar a lo político y su lugar en la construcción de la agenda de los gobiernos fue bastante sencillo y se volvió una especie de consenso, a partir del cual se trazaron soluciones para los problemas sociales.
Los resultados de las elecciones de 2018 trazaron un parteaguas en esa narrativa. Principalmente, porque colocaron lo político en otro lugar, y diluyeron la representación que se había creado de la ciudadanía. Es decir, de cierto tipo de ciudadanía. Por si hiciera falta, reitero: no es mérito del gobierno actual, sino en todo caso, y parcialmente, del movimiento que llevó a conformarlo.
La reacción de la conversación pública, como adelanté, fue bastante previsible. Por un lado, se insistió, a partir de categorías pasadas, que se estaba conformando un nuevo “partido hegemónico” y que la democracia se encontraba en riesgo. En consonancia, se pensó que la reubicación de lo político como centro de la toma de decisiones (en oposición a lo técnico y a la influencia de las organizaciones ciudadanas) es un riesgo, por ejemplo, para la división de poderes. Vale la pena detenerse en esto.
Una de las posibles definiciones de la democracia pasa por el sistema de pesos y contrapesos, imaginada, entre otros, por Montesquieu. Es una idea muy básica, que acaso pueda servir de molde. Pero, llevada a su extremo, y de la mano con la idea del lugar que debe ocupar lo político (según el consenso anterior), cualquier decisión que se redefina a partir de la preminencia de lo político será, cuando no ilegítima, sí al menos indeseable y hasta regresiva.
Lo anterior fue muy evidente con la decisión de la Suprema Corte de Justicia de la Nación de modificar —pero aprobar— la consulta ciudadana en torno al enjuiciamiento a los ex presidentes de la República.[2] Como se parte de que lo político contamina todo lo que toca, una decisión jurídica en favor de una decisión política no puede significar sino una abdicación al poder: no a la demanda ciudadana de modificar las estructuras de poder, sino simple y llanamente una sumisión al gobernante.
Sin embargo, ninguna de las variantes de este ideario ha encontrado suficiente tierra fértil, como habría sucedido hace pocos años. Acaso nunca como ahora se les ha disputado el espacio en la conversación pública, lo que no se limita, además, a los medios tradicionales de comunicación.
No se trata sólo de las voces, sino de la credibilidad en las hipótesis, de la demanda de distintas y mejores explicaciones, y, en general, del lugar que ocupan esos actores en la conversación pública. En suma, han sido desplazados por otras voces y otro discurso (empezando por el propio presidente de la república), que busca dar de nuevo su lugar a lo político, en muchas ocasiones incluso contra lo que desearía el propio gobierno.[3]
Por qué la explicación estándar no sirve, fuera de sus falencias teóricas y empíricas, es una cuestión temporal: en todo el mundo se vive un momento de redefinición de las sociedades políticas: sus élites y estructuras narrativas son consideradas parte del problema.
Los regímenes de la transición democrática supusieron la construcción de bloques de poder que no se limitaron únicamente al poder político formal, sino a todas las estructuras de producción de significado: medios de comunicación, élites intelectuales, élites académicas, etcétera.
La pluralidad de actores que conformaron los bloques de poder explica la emergencia de un sentido común que desplazó el espacio de lo político por lo técnico, de manera que muchas decisiones quedaron fuera del alcance ciudadano.
Sin embargo, el crecimiento de la desigualdad, la depauperación de los trabajadores, y los regímenes jurídicos que les dieron legitimidad, crearon condiciones para un malestar de la democracia representativa a partir de la cual emergieron sistemas técnico-políticos alejados de la voluntad popular. Las pugnas recientes, con distintos matices ideológicos y discursivos, responden, en buena medida, a ese malestar.
La pandemia y la politización
Los temas que pasan por el tamiz de lo político son muchos, pero me concentro en el que más tensiones ha generado, por razones (casi) obvias: la crisis de salud provocada por la pandemia.
Nuevamente, la discusión principal tiene que ver con el lugar de lo político. Las decisiones del gobierno se han orientado a partir de las carencias atribuidas al régimen anterior:[4] tanto de infraestructura como sociales (la política de alimentación es buen ejemplo).
Desde un inicio, el gobierno ha tratado de establecer que buena parte de la crisis hubiera podido evitarse de no existir ciertas condiciones heredadas: falta de infraestructura o carestía social, que hace imposible para millones de hombres y mujeres seguir las medidas de distanciamiento social o acceder a una alimentación adecuada.
Las tensiones más relevantes han sido eminentemente políticas. Desde los primeros días, incluso antes de que se presentara oficialmente el primer contagio por Covid-19 en el país, ya se anunciaba que todo lo hecho hasta entonces era insuficiente.
Posteriormente, una declaración sacada totalmente de contexto del subsecretario de Salud, Hugo López-Gatell, detonó la directriz que hasta entonces ha enfrentado a quienes apoyan y a quienes critican la estrategia.
En una entrevista[5] durante una conferencia mañanera, se le preguntó al doctor López-Gatell si el titular del Ejecutivo debía hacerse una prueba (o varias) para determinar si era portador del virus, puesto que la forma de ejercer el poder del presidente de la República implica el contacto directo con la ciudadanía. El subsecretario respondió: “la fuerza del presidente es moral, no de contagio”.
Cualquier líder carismático basa su poder, su fuerza social, en la imagen y expectativas que su figura genera en las personas. Técnicamente, López-Gatell no dijo ninguna mentira. No obstante, la declaración fue leída como una muestra de adhesión irrestricta, irreflexiva y peligrosa al presidente de parte del principal vocero y cabeza de la estrategia contra la pandemia.
La lectura no necesariamente fue maliciosa. Aunque la disputa política es muy evidente porque marca dos formas de entender la salud y la construcción de bienes públicos (o su contraparte) y hay actores políticos (otrora funcionarios, también empresarios) con un interés especial en que la estrategia falle (como ha fallado). Se trata, nuevamente, de una forma de entender el lugar de lo político en la toma de decisiones.
De tal suerte, que un funcionario con capacidad de decisión mostrara simpatía política hacia el presidente de la República suponía que toda la estrategia iba a estar supeditada a la voluntad presidencial. Aunque los temas han variado y han encontrado otros puntos de tensión (sobre todo el uso del cubrebocas y la propuesta de hacerlo obligatorio), la discusión pública se ha orientado por las representaciones, ideas e imaginarios sobre el lugar de lo político en la estrategia.
Uno de los muchos errores de los críticos y de las voces que hacen eco de las explicaciones estándar, es que reducen lo político al presidente de la República; acaso por tal motivo resulta tan sencillo despojarlos de su relevancia; a pesar del sinnúmero de fallas del gobierno actual, más allá de la pandemia.
[1] Aunque aún se disputa si el gobierno es o no de izquierda y hasta donde, al menos en ciertas representaciones, imaginarios, expectativas y programas de gobierno, se advierten posiciones de una izquierda tendiente al igualitarismo, con tintes de gobierno popular. Los hechos resultan desde luego mucho más complicados y bastante menos claros, por la presencia de actores contrarios a esas expectativas, con quienes el gobierno ha construido alianzas inestables, ya sea que se trate de otras fuerzas políticas o de políticos o empresarios a título individual, cada uno con intereses propios y, muchas veces, contrarios al proyecto que, en general, se supone que enarbola la llamada Cuarta Transformación.
[3] Hay varias disputas que podrían servir de ejemplo, pero destaca la lucha feminista, que ha adquirido fuerza, que demanda del gobierno un discurso distinto y que busca convertirse en un sujeto (a) político (b) más allá del lugar que el gobierno y el presidente quisieran adjudicarle.
[4] Éste es otro tema que ha estado en disputa, pero se puede estar de acuerdo en llamarle “régimen anterior” si se acepta la premisa de este trabajo: si se ha redefinido el lugar de lo político, su alcance y su relación con la ciudadanía, estamos frente a un régimen distinto.
[5] Puede verse en este enlace: https://www.youtube.com/watch?v=yXS7dyeltQY