Para Norberto Bobbio, la democracia es un régimen político caracterizado por la dispersión del poder. En el extremo, dicha dispersión se manifiesta el día de las elecciones, en el que miles, millones de ciudadanas y ciudadanos acuden a las urnas para depositar sus votos de manera individual. “Una persona, un voto”, es quizás el principio más ilustrativo de lo que es la democracia, puesto que es el día de los comicios cuando la igualdad de poder (la dispersión) alcanza su punto máximo.
Si bien esos millones de votos son luego agregados a partir de las alternativas (candidaturas) disponibles para —en función de la regla de mayoría— declarar un/a ganador/a, el hecho de que todos los votos tengan el mismo valor (más allá de las características de quienes lo emitan) hace que las elecciones sean el atributo democrático por antonomasia de todo régimen político.
Esta constatación supone dos cosas: 1) que las elecciones deben ser preservadas de toda forma de captura, manipulación o distorsión, antes, durante y después del momento en que aquellas tienen lugar; 2) que la concentración de poder es una condición que incide negativamente sobre la capacidad de los regímenes democráticos para mantener la integridad de las elecciones — sujetas ahora a la influencia de los más poderosos—. Así, cuanto más profundo es el proceso de concentración de poder, más en riesgo están los regímenes democráticos para traducir las preferencias ciudadanas en votos, los votos en posiciones de poder, y estos cargos en decisiones acordes a los intereses de los electores.
Lincoln, la democracia y los procesos de erosión
La batalla de Gettysburg (Pennsylvania) en la que perdieron la vida cerca de 30 mil soldados, fue una de las más recordadas de la guerra civil estadounidense puesto que, a partir de allí, los ejércitos del norte comenzaron a garantizar su victoria sobre los estados de la “Confederación”, defensores de la esclavitud en sus territorios e interesados en separarse de la Union. Unos meses después de la batalla, Abraham Lincoln, entonces presidente de los Estados Unidos, dio un discurso breve pero muy significativo en dicha ciudad como una forma de homenajear a los caídos en combate.
Estamos reunidos en un importante campo de batalla de esta guerra. Hemos venido a destinar una porción de dicho campo como lugar de último descanso para aquellos que dieron sus vidas porque esta nación pudiera vivir. Es plenamente oportuno y apropiado que hagamos tal cosa. Pero en un sentido más amplio, no podemos dedicar, no podemos consagrar, no podemos santificar este terreno. Los valientes hombres vivos y muertos que aquí lucharon, ya lo han consagrado muy por sobre lo que nuestras escasas facultades pueden añadir o restar. El mundo apenas notará o recordará por mucho tiempo lo que aquí se diga, pero jamás podrá olvidar lo que ellos hicieron en este sitio. Somos más bien nosotros, los vivos, quienes debemos dedicarnos a la tarea inconclusa que los que aquí lucharon, hicieron avanzar tanto y tan noblemente. Somos más bien los vivos quienes aquí debemos abocarnos a la gran tarea que aún resta ante nosotros: que de estos muertos a los que honramos, se extraiga un mayor fervor hacia la causa por la que ellos entregaron la mayor muestra de devoción. Que resolvamos firmemente que estos muertos no dieron su vida en vano. Que esta nación, Dios mediante, tendrá un nuevo nacimiento de libertad. Y que el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo, no desaparecerá de la faz de la Tierra.
El gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo fue transformado con el tiempo en la mejor forma de definir a la democracia. Un régimen político en el que quienes gobiernan deben su encargo a la voluntad ciudadana traducida en votos el día de las elecciones. Un régimen político en el que quienes gobiernan son también parte, emanan, representan al pueblo que los ha elegido. Y finalmente, un régimen político en el que el pueblo soberano es aquel en nombre del cual los representantes hablan y toman decisiones. El gobierno en el que el pueblo vota, decide y cuyos intereses son defendidos por sus representantes.
La entelequia traducida en la frase de Lincoln, sin embargo, supone una serie de condiciones previas que la hagan posible. Para que sea el gobierno del pueblo, la democracia debe garantizar un voto masivo, absolutamente libre de cualquier condición adscriptiva o adquirida. No importa el género, la etnia, el origen social, los ingresos, o el nivel educativo. Todos los votos valen uno: el del empresario, el del tendero, el de la lavandera, el del obrero, el de la ama de casa, el campesino o el apostador.
Lincoln y Bobbio, por tanto, se encuentran entre los párrafos. El poder del pueblo no es el poder de todos sino el de una mayoría resultante de los votos individuales. En el origen, es la dispersión de ese poder la que permite unas elecciones igualitarias. A continuación, es la agregación y la conformación de una mayoría, siempre temporal y nunca permanente, la que hará posible el gobierno del pueblo. Los individuos y sus voluntades se suman para hacer posible a la mayoría, pero no se diluyen en ella. Por ello es importante que las reglas electorales no impidan que el gobierno sea un reflejo fidedigno de la diversidad existente. Si las reglas atentan contra la representación — ya sea en la oferta de candidaturas, ya en los métodos de agregación de los votos—, la igualdad reflejada en el lema “una persona, un voto” podrá ser distorsionada, y el gobierno del pueblo no será más que una figura retorica, usada para barnizar de democracia una realidad que se distancia bastante de ese espíritu.
Las amenazas a la igualdad democrática en el siglo XXI
En el mainstream de la ciencia política occidental, especialmente en su tradición estadounidense heredera de la filosofía liberal, hay una profunda desconfianza en torno a la concentración del poder institucional. Ya sea que quien concentre el poder sea un organismo (el parlamento) o una sola persona (el presidente), la concentración afecta derechos, pone en riesgo libertades y disminuye la capacidad de incidencia de los electores (del pueblo, para volver a Lincoln) en el proceso decisorio. En esas condiciones, el gobierno del pueblo deja de ser el gobierno ejercido por el pueblo, y, por tanto, un gobierno que tome decisiones para el pueblo se vuelve muy improbable.

La creciente preocupación por la erosión democrática que el mundo parece estar viviendo desde hace una década se apoya fundamentalmente en las experiencias de concentración del poder institucional en manos de los presidentes o primeros ministros, especialmente de aquellos cuyos discursos desestiman y cuestionan a las instancias de control, intermediación, y contrapesos por considerarlas espacios que limitan la capacidad de los gobiernos de representar la soberanía popular. El peligro de la concentración del poder institucional para las democracias se traduce en dos problemas, entendidos como formas de imposibilidad: 1) la exclusión, resultante de la imposibilidad de que una sola persona pueda incorporar en su criterio decisorio, la diversidad de las sociedades contemporáneas, y 2) la arbitrariedad, derivada de la imposibilidad de que el poder concentrado pueda ser reflejo del imperio de la ley por sobre el reino de la voluntad de quien decide.
En primer lugar, un poder concentrado es siempre excluyente. Si nuestras sociedades son, como lo son, cada vez más diversas, la posibilidad de que la voluntad de una persona en la cual se concentra la soberanía popular delegada el día de las elecciones sea representativa de esa diversidad, es muy baja. Por lo tanto, toda forma de concentración del poder, si bien puede ser muy eficiente — en términos del tiempo y los costos que insumen tomar esa decisión—, es siempre excluyente, puesto que muchas perspectivas quedaran fuera de la decisión. En términos de Buchanan y Tullock, cuanto menor es el costo interno de tomar de la decisión, mayor será el costo externo, sus externalidades. Por ello, la concentración del poder de decisión en una persona pudiera ser — cuando su poder emana de elecciones democráticas— un reflejo del “gobierno del pueblo” que lo voto, pero difícilmente pueda representar ese régimen una forma de gobierno en la que los componentes de ese pueblo toman decisiones en su propio beneficio. Sea o no la voluntad del gobernante, excluir a quienes piensan diferente, la concentración del poder garantiza, fácticamente, que dicha exclusión va a tener lugar.
En segundo lugar, un poder concentrado es siempre arbitrario. A diferencia de la exclusión, que es una consecuencia del ejercicio del poder cuando este se concentra en una sola persona, la arbitrariedad es consustancial a dicha concentración. Dicho de otro modo, siempre que el poder se ejerce a partir de la voluntad de uno o unos pocos y no de acuerdo con normas compartidas y aceptadas por la sociedad (y por tanto socialmente legitimas), dicho ejercicio es arbitrario. Si en regímenes políticos democráticos, el ejercicio del poder está enmarcado en normas legitimas, y el árbitro es el encargado de hacerlas cumplir, no debería ser posible que un jugador o que el mismo arbitro sea capaz de modificar o interpretar discrecionalmente dichas normas en su propio beneficio. Es la erosión como autocratización.
De acuerdo con la visión dominante, la erosión de la democracia es resultado exclusivo de la concentración del poder institucional. Sin embargo, desde esta perspectiva se omite —deliberadamente o sólo por ignorancia, lo que sería más grave— el impacto negativo que tiene sobre los regímenes democráticos la concentración, ya no del poder institucional, sino del poder económico. La capacidad de subvertir la competencia partidista y de limitar la integridad electoral a través del financiamiento negro de las campañas, o de capturar el proceso de representación y decisión que tienen las elites económicas asociadas al poder financiero internacional en un contexto de globalización como el actual, es fenomenal.
Una intriga particularmente interesante en la economía política es: por qué las democracias en donde la distribución del ingreso es más igualitaria experimentan presiones redistributivas mas fuertes que las democracias más desiguales. Si la democracia es un régimen donde gobiernan las mayorías, y las mayorías en democracias desiguales son —lógicamente— los más pobres, resulta intrigante que en estas sociedades las presiones redistributivas sean mucho menores que en los países donde la concentración del ingreso es menos marcada. Una hipótesis plausible es, justamente, la de la captura institucional. George Stigler, economista neoclásico, señaló esto cuando propuso su teoría de la captura, según la cual la burocracia regulatoria suele responder a los intereses de los actores a ser regulados, para quienes trabajaban antes de llegar a la función pública, y donde habrán de regresar una vez terminada su designación. A raíz de esta “puerta giratoria” las democracias representativas, especialmente aquellas que se montan sobre sociedades desiguales, se vacían de contenido puesto que las demandas y mandatos ciudadanos se pierden en la caja negra que caracteriza el sistema de toma de decisiones, muy influido por los intereses de agentes económicos poderosos, y mucho menos por sindicatos, activistas ciudadanos o defensores del consumidor. De tal manera, las “democracias desiguales” son regímenes políticos donde la concentración del poder económico afecta tanto el diseño institucional como el juego representativo, limitando la capacidad de las mayorías desposeídas de acceder al poder, y en caso de acceder, de poder llevar adelante cambios legales y/o de políticas públicas; que favorezcan la redistribución, limiten la concentración del ingreso, y satisfagan las necesidades de los amplios sectores de bajos ingresos, o cuyos derechos no son efectivamente garantizados por las instituciones responsables.

Cuando ello ocurre, cuando las elites capturan espacios de representación, decisión y/o contrapeso institucional, el vínculo democrático establecido entre los ciudadanos y sus candidatos el día de las elecciones se debilita, limitando la capacidad decisoria de los gobiernos, especialmente de aquellos que llegan al poder con proyectos redistributivos, cuyo margen de maniobra se reduce de acuerdo con lo que es “aceptable” por el orden económico neoliberal. Sucedió en América Latina durante los años noventa, como consecuencia de las reformas estructurales “acordadas” en el Consenso de Washington, y ocurrió a partir de 2008 en Europa, como consecuencia de la crisis de las hipotecas sub-prime, con epicentro en Estados Unidos.
En un artículo de 2020, escrito junto con Alejandro Monsiváis[1], denominamos a este fenómeno “erosión de la democracia como debilitamiento”. Esta forma particular de erosión es habitualmente invisible como problema para la ciencia política dominante, puesto que la democracia es mayoritariamente considerada un régimen político en el que los gobiernos son electos por la mayoría de votos, y sus decisiones están sujetas a instancias de oposición y control: la poliarquía de Dahl. En esta concepción, la imposibilidad sistemática de llevar adelante programas de gobierno votados por el electorado dada la existencia de instancias partidistas e institucionales que se benefician del statu quo, e impiden el cambio incluso a costa del bienestar de las mayorías, no es un problema. Bajo esta lógica poliárquica, la democracia es sólo el gobierno del pueblo: no es posible garantizar que sea el gobierno por el pueblo ni —mucho menos— para el pueblo. Es por ello que en sociedades desiguales donde las mayorías requieren de mecanismos de reparación económica, social e institucional urgentes, poliarquías “capturadas” por elites poderosas, o imposibilitadas de generar cambios en políticas públicas dada la presencia de actores de veto -si no mayoritarios, si muy poderosos-, “el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo” pierde toda significación para la ciudadanía.
No es coincidencia entonces, que este tipo de coyunturas de erosión de la democracia como debilitamiento sean la antesala de procesos de concentración del poder institucional por parte de lideres (a los que indistintamente se llama populistas) que llegan al gobierno con un ánimo y una propuesta de reparación inmensa, para lo cual necesitaran hacer a un lado a todas aquellas instancias y actores que impiden el cambio redistributivo, no por su representatividad democrática sino por su poder económico e institucional. Fue aquel vaciamiento de contenido de la democracia representativa lo que devolvió atractivo a los discursos “populistas”, que proponían recuperar y reconcentrar el poder institucional para hacer frente a la concentración y extranjerización de un poder económico cuyos criterios de decisión poco tenían que ver con las preferencias ciudadanas. La erosión como debilitamiento está en las raíces de la erosión como autocratización.
La concentración como riesgo, la igualdad como garantía
Lo que este articulo intenta poner sobre la mesa es el efecto nocivo que tienen tanto la concentración de poder económico como del poder institucional para los regímenes democráticos. Por sus principios como por su lógica de diseño, la democracia requiere de un poder disperso. Una soberanía popular que se expresa individualmente el día de las elecciones, y un conjunto de instancias representativas que reflejen la diversidad social existente. En tal sentido, son tan importantes los mecanismos que enmarcan el proceso de acceso al poder como los que hacen posible su ejercicio.
Desde un enfoque de economía política como el que se pretende seguir aquí, el diseño institucional es resultado de la distribución de poder existente en una determinada sociedad. Dado que la perspectiva hegemónica es el neo-institucionalismo, y esta es una teoría que se concentra en analizar los efectos del diseño institucional más que sus orígenes, tiende a enfatizar los procesos políticos e institucionales que están detrás de la autocratización. Se considera que esta es sólo resultado de las preferencias normativas de los gobernantes o de las conductas maximizadoras de los agentes políticos. No obstante, la autocratización suele estar precedida por procesos de debilitamiento democrático derivados de raíces económicas e históricas más profundas que hacen que, para muchos ciudadanos, las democracias liberales no sean más que una fachada que esconde los intereses de quienes han concentrado, históricamente, los resortes del poder político, económico e institucional, y que como sabemos, no están dispuestos a entregarlos, ni siquiera cuando la democracia se haya implantado.
Entre los poderosos que pueden darse el lujo de perder elecciones porque controlan el proceso decisorio, y los decepcionados que apuestan por propuestas populistas al no poder darse el lujo de esperar los tiempos de la deliberación, la concentración del poder, tanto en el gobierno como en poderes facticos interesados en que los gobiernos no tomen decisiones a favor del pueblo, son condiciones que amenazan —desde siempre y no desde hace una década como lo suponen los teóricos de la erosión— la estabilidad y viabilidad de las democracias, alrededor del mundo.
La igualdad como dispersión o como desconcentración del poder puede ser la fórmula que guíe los procesos de resignificación, rediseño y reconstrucción de nuestros sistemas políticos y sociales. Una igualdad en el acceso, pero también en el ejercicio del poder político, que promueva la participación deliberativa por sobre la interpretación populista de los intereses populares. Hoy en día, en un capitalismo de la información en el que el control se ejerce desde afuera más que desde adentro, y frente al cual la soberanía popular debe ser representada, la igualdad como dispersión es una utopía que solo aplica a espacios territoriales locales, o, paradójicamente, a formas de relacionamiento virtual de identidades comunes a escala global. Entre el debilitamiento y la autocratización, las dinámicas económicas transnacionales son tan veloces y poderosas que amenazan con barrer no solo los populismos redistributivos sino también nuestras incipientes y aun no del todo fortalecidas, instituciones democráticas. En ese contexto, nos enfrentamos a cambios en los que la idea de “ciudadanía global”, como un nuevo actor político, posiblemente en el mediano plazo, tenga algo para decir, y sobre todo para hacer.

José del Tronco es profesor Investigador de la Facultad Latinaomericana de Ciencias Sociales Sede Mexico. [email protected]
[1] Del Tronco, J. y A. Monsiváis. 2020. “Erosión democrática”, Revista de Estudios Sociales Nro. 74. Bogotá: Universidad de los Andes