Nosotras nos encontramos ante el abismo de nuestro cuerpo, entre si decidimos afirmar que mi cuerpo es mío o que yo soy mi cuerpo; entre la expresión y la existencia; entre el tener y el ser. Esta elección me lleva hasta el corazón de la fenomenología merleau-pontiana, que desvanece dicha decisión, puesto que afirmar que tengo un cuerpo sería, cuanto menos, paradójico, ya que eso implicaría una cierta instrumentalización del mismo. Yo no tengo un cuerpo del que me valgo, sino que toda mi existencia, todo mi mí misma es cuerpo: yo soy cuerpo. Todo tiene un significado corporal. No obstante, ¿esta afirmación estaría lo suficientemente confirmada por nosotras, por nuestro colectivo? ¿O muchas corrientes se adueñan —no sin mala intención— del lema “este cuerpo es mío”, lo cual derivaría, en ultimo término, en que la corporalidad sea algo que se posee?
La respuesta a dichas preguntas se muestra en el desmontaje del ya conocido tópico de la corporalidad y, en este caso, sobre la corporalidad de las mujeres. Este proceso comienza por no entender al cuerpo femenino y, por extensión, a “nosotras” como lo otro, sino como un para-otro, sostenido por este “fantasma de la vergüenza” que es el machismo: categoría del hombre primitivo con sexualidad frustrada que se relaciona a través de la dominación de otros seres reducidos a cuerpo. Esta afirmación tiene que venir sostenida por una descripción —no hecha desde fuera, en tercera persona— sino en primera persona. Este ser-para-otro sólo puede ser desmontado si logramos que ese otro desaparezca, se desvanezca ante nosotras como aquel que nos oprime, nos usa. Ese otro es el patriarcado con sus “leyes” y “dogmas”, haciendo que lo “femenino” se halle herido y cedido a las creencias externas, se encoja y se encapsule. Por eso, nuestra respuesta debe ser rebelde, debe intentar romper con lo establecido, ofrecer un nuevo punto de vista desde el que hacer filosofía a martillazos.
Pero, antes de comenzar por reconocer y explicar este ser-para-otro, hay que enfatizar la diferencia existente entre la afirmación “mi cuerpo es mío” y “yo soy mi cuerpo”. Aunque ambas utilizan el “mi” como determinante posesivo de primera persona, el pronombre “mío”, que presenta la primera afirmación, solamente reafirma esa posesión, mientras que la segunda utiliza el pronombre de sujeto “yo” en el que se encuentra el sujeto corporeizado, la simple referencialidad a una existencia corporal. La reclamación de la propiedad del cuerpo por parte de un sector del feminismo nos presenta ante una paradoja: el cuerpo no pertenece sólo a la esfera privada, a la esfera de un sí mismo, sino que sobrepasa esas barreras. El cuerpo tiene, de manera invariable, un aspecto público, tal y como afirma Judith Butler (1). Aunque luchemos por los derechos sobre nuestros propios cuerpos, nunca podemos olvidarnos de que se hallan insertos en una red intersubjetiva, donde lo privado y lo público mantienen una relación quiasmática —soy visto por el otro igual que el otro es visto por mí—, en la cual no existe una objetualización por parte de ninguno de los observadores desde su campo: ni yo lo objetualizo, ni el otro sujeto me objetualiza a mí. Sin embargo, nos encontramos ante una ruptura en dicha relación puesto que ésta sólo funciona en una sola dirección: hacia la mujer y, más concretamente, hacia su cuerpo que se halla objetualizado por los otros, esos otros que han convertido su cuerpo en un objeto para su goce y disfrute, arrancándole la misma referencialidad de su existencia.
A lo largo de la historia, la mujer no ha podido afirmar “yo soy mi cuerpo”, ya que la esfera privada de la que se compone su existencia corporal le ha sido arrancada sin anestesia; se ha convertido en un ser-para-otro, en el que la sexualidad, entendida como suelo de su existencia, no ha sido interpretada como tal, sino como el suelo de otros, de ese “fantasma de la vergüenza” liberalista que le ha puesto un precio, una mirada alienadora en su cuerpo. Por ello, para poder desmontar este tópico que se ha levantado sobre el cuerpo femenino, debemos emprender el camino desde el fenómeno del deseo, apuntando, en primer lugar, que debe ser desde un autoconocimiento de nosotras mismas de manera corporal. Volver a cerrar los ojos, sintiendo cómo reposan nuestros órganos, cómo palpita nuestra sangre en nuestros oídos, volver a levantar la voz que nunca pudieron callar definitivamente, volver a gritar “el placer es nuestro” ya que cualquier tipo de desconocimiento del cuerpo en este ámbito sólo ha servido como arma arrojadiza y de opresión contra cualquier mujer.
Por este motivo, la revolución que tiene que llevarse a cabo para desterrar y romper en pedazos esta categoría existencial (este ser-para-otro) que se le ha impuesto desde fuera a nuestro cuerpo tiene que venir desde el deseo, a través del cual TODAS las mujeres tengan voz, palabra, piel, poder, porque el freno a la violencia sobre nuestro cuerpo no tiene que venir por el puritanismo, por quedarnos calladas y ceder al deseo de otros; sino, por el contrario, tiene que venir desde una lucha por el placer, como afirma la periodista Luciana Peker (2). Y esta “lucha” por el placer necesita originarse en nuestra obligación de pensar en las consecuencias a las que puede conducir nuestro deseo en los demás.
El reto de una sexualidad libre y placentera tiene que venir —como bien dice Luna Miguel— en cómo el consentimiento nos permite elaborar una mezcla (mélange) de esas libertades, sin que se incurra por ello en una exclusión entre ellas; esto es, que simplemente se diluyan, sin perder su individualidad. En definitiva, que haya un “nosotros” como sujeto de esa relación deseante, no un “yo” manteniendo una relación de frontalidad con el otro. Sin embargo, como hemos visto y venimos sufriendo con el paso de los años, el deseo no se libra del poder y de la dominación, así que sólo nos queda una salida: la de poder comunicar nosotras libremente nuestro deseo y trabajar en un deseo plural por medio del consentimiento.
Para lograr concebir y defender dicha salida, las mujeres debemos empezar por ponernos frente al espejo y contemplar aquella imagen especular que no nos representa completamente: no somos totalmente aquel reflejo o imagen, sino que ese espejo nos augura algo más por ver. Tenemos que dejar de ser solamente lo que él nos muestra y empezar a ser lo que nuestros ojos nunca serán capaces de ver más allá de ese momento, más allá de esta galaxia en la que nos encontramos. Será a partir de este ver “con otros ojos” mi cuerpo, de no pensar que este sea algo que yo tengo, que podremos empezar a desequilibrar aquella estructura contradictoria sobre la que se halla levantada nuestra sociedad: que el deseo femenino se haya expresado o encaminado a la satisfacción del placer masculino.
La sexualidad femenina inherente, los cimientos sobre los que se erige nuestra existencia, no debe ser reducida a la caracterización objetualizadora; es una parte de nosotras mismas, una parte de nuestra alma, no un cuerpo percibido como objeto por los ojos y deseo ajenos. Pues se puede afirmar que hay una discriminación del cuerpo femenino como sujeto de un estudio digno sobre su deseo, entendido como un cuerpo que desea, que goza por sí mismo, que no se haya manejado por los mandatos ajenos que retirarían su autonomía para llevarlo hacia un terreno sumiso.
Nuestro placer no solo sufre una especie de anulación con esta objetualización, sino que también cuando no se nos concibe como un cuerpo que aspira a un placer más allá del mero acto reproductivo. Puesto que, aunque nosotras hayamos logrado romper con el silencio de la violencia sexual contra las mujeres, este quiebre —como ya hemos dicho— debería ir también acompañado de una ruptura con nuestro placer y deseo silenciado. No referido solamente a un deseo ubicado en la esfera sexual o deseante, sino también un deseo tomado en términos generales, como es: desear llevar una vida autónoma, independiente, desear ser madres o no porque —no olvidemos— la maternidad es una elección, no una obligación, en todo caso.
Aquí comienza la tarea de un feminismo de la intimidad —como propone Ana Requena en su libro Feminismo vibrante (3)—: en empezar a conectar lo íntimo con lo público y lo social, puesto que lo personal es político. La triste realidad es que no se habla de esta relación entre lo personal y lo político, porque, aunque nos encontremos a años luz en relación con la situación de nuestras abuelas, la libertad sexual que se ha construido en nuestra sociedad sólo ha logrado edificar su fachada, su faceta más superficial, sin llegar a cuestionar los valores, los estereotipos o las ideas que se han formado en torno a ella; pero, sobre todo, sin que las propias mujeres hayamos podido formar parte de esa conversación sobre lo que nosotras mismas queremos.
En definitiva, tenemos que poner el foco en la reivindicación de que las mujeres somos sujetos deseantes, que no tenemos ningún pudor en afirmar que nosotras también nos damos autoplacer, que mantenemos una relación íntima y satisfactoria con nosotras mismas. Tenemos que luchar y reivindicar que nosotras somos cuerpo: no somos ese ser-para-otro sobreexpuesto y censurado en las redes sociales pero consumido en otro tipo de plataformas (como en la industria pornográfica). Empezaremos por cambiar el orden de la frase de “Mi cuerpo soy yo” a “yo soy mi cuerpo”; mi cuerpo no es solo lo que ves, sino lo que soy: todos mis deseos, ambiciones, posibilidades, intenciones y un largo etcétera. Podemos desmontar este triste tópico sobre la corporalidad como la posesión de un cuerpo si decimos: Mi cuerpo no es mío; eso es lo que nos han hecho creer mientras se realizaba una pugna entre individuos y el Estado sobre el control de ese cuerpo-objeto, con el resultado de no situarnos como sujetos, de solamente afirmar un individualismo de los cuerpos.
Ya basta de ser títeres sin cabeza, con sexo ajeno y, si cabe, sin alma. Hay que participar de una revolución que nos dé alternativas, porque defendernos como cuerpo no tiene por qué estar ligado a una posible mercantilización u objetualización del mismo. Dejemos de ser-para-otro y empecemos por ser-para-mí o, simplemente, ser (que ya es mucho). Porque el placer femenino —tanto su búsqueda como su exposición— es un duro golpe contra aquellas teorías representacionalistas retrógradas y opresoras del cuerpo. Como dice Luna Miguel en Caliente: «El placer femenino es la cara oculta de una luna: conocemos la luz y la ficción de su gesto pasivo, pero nuestra tarea es desvelar la actividad de aquello que tantas veces expulsamos hacia la sombra» (4).
(1) Butler, Judith. Vida precaria. El poder del duelo y la violencia, Buenos Aires, Paidós, 2006, p. 52.
(2) Peker, Luciana. Putita golosa: Por un feminismo del goce, Galerna, Buenos Aires, 2018, p.14.
(3) Requena Aguilar, Ana. Feminismo vibrante. Si no hay placer no es nuestra revolución, Barcelona, Roca Editorial, 2020.
(4) Miguel, Luna. Caliente, Lumen, 2021, p.88.