Kafka elevó la literatura a términos sacros. Para él, Dios estaba configurado en las palabras. Es decir, Dios no crea por medio de las palabras, sino que las palabras lo crean a él. La literatura es ese lugar metafísico donde todas las cosas son posibles, donde hay un lugar para todo el mundo y cada quien se puede mostrar tal cual es: ¡la voluntad triunfa! Si esta no es la mejor definición de Dios, incluso comparada con cualquier definición teológica, que alguien me diga cuál es mejor. Se argumentará que a Dios no se le puede definir en su infinitud y omnipresencia, pero eso es también una definición.
Max Brod, el mejor amigo de Kafka, ha querido compararle con un santo, ¡nada más falso! Kafka era un perverso, con muchos fetiches (el más famoso: el deseo incestuoso por su hermana Ottla) y con muchos más traumas, a tal grado que sus críticos se han preguntado por qué Freud no escribió sobre él. Pero si algo tiene Kafka de santo es esa similitud con Jesús de Nazaret. A saber: el llevar una idea hasta la muerte. Es conocido que Judas Iscariote era hermano de Jesús, por lo que nadie como él para comprenderlo en su vastedad; su traición fue por tanto parte de la obra teatral que representaron a la perfección y para siempre.
Sabiendo que la vida no vale nada –acaso vale muy poco–, prefirieron crear una revolución a través del teatro y no de la violencia, conscientes de que al final sólo les esperaba un dolor inmenso y una muerte atroz. Esto y la eternidad. Kafka también recorrió ese camino hacia el Monte Calvario, llevó hasta el final la literatura en contra de todo y de todos: su padre, su familia, el trabajo, la justicia, la sociedad, Dios… Kafka no hacía literatura, Kafka era la literatura misma.

Basado en la tradición, rompe con ella. Kafka era heredero de los grandes maestros del siglo XIX: Dostoievski, Goethe, Flaubert, Dickens… Y no sólo de los literatos, sino también de filósofos: Nietzsche, Schopenhauer, Marx, Spinoza, Kierkegaard… Y con esta herencia rompió con el realismo y el naturalismo del siglo XIX, que ni siquiera Dostoievski había sido capaz de quebrantar. ¡Gogol apenas pudo agrietar ese muro con su mazo! Kafka inauguró así el siglo XX. Esto es por lo que podemos considerar a Kafka un moderno. Es un parteaguas de la literatura, su influencia traspasa continentes. Se puede demostrar, por ejemplo, que Ficciones de Borges es un libro meramente kafkiano. También se puede demostrar que Kafka ayudó a dar identidad a América Latina con su influencia: García Márquez, Cortázar, Ernesto Sábato, Monterroso, Pitol, Bolaño, Pizarnik, Arreola, todos ellos son kafkianos. ¿Cómo no iban a serlo si la realidad de América Latina, toda ella, es kafkiana? Corrupción, burocracia, dictaduras militares, una imaginación sin límites (no surrealista, como quiso ver Breton) obligaban a encontrar una forma de narrar toda aquella barbarie, todo ese mundo absurdo, sin caer en sentimentalismos. Kafka tenía la respuesta en sus novelas. García Márquez mismo confiesa que, siendo estudiante de derecho, La Metamorfosis fue una revelación, el descubrimiento de un método que le permitiría incursionar en la ficción. Bolaño ha dicho sobre el checo: “Kafka escribe desde el abismo. Mientras cae por el abismo, que es pequeño como una flor o como una catedral, pero que también es grande como el universo. Kafka escribe mientras va cayendo, como Alicia en el País de las Maravillas.” George Steiner asegura que las mejores literaturas del siglo XX son la latinoamericana y la de Europa del Este, estas literaturas tienen en común que son herederas del barroco y de Kafka.
En el centenario de Joyce alguien se atrevió a compararlo con Kafka, Borges respondió que ello le parecía una blasfemia. Kafka era un escritor profundamente filosófico, introspectivo y ético, cuya literatura tenía una dimensión casi religiosa o espiritual; en cambio, Joyce es un virtuoso del lenguaje, brillante en su técnica y juegos literarios, pero más preocupado por la forma que por el contenido trascendente. Mientras que Kafka es sustancia, Joyce es forma. Por ello Joyce es un contemporáneo, su nada es intrascendente. Se podría escribir un ensayo que lleve por título Kafka contra el arte contemporáneo, en efecto, anclado en la tradición. Con un lenguaje rústico y sencillo, lo que le importaba al checo era cuán profundo era el mensaje que quería expresar. Kafka acepta la nada como un estado del ser humano, pero no se instala en ella, cree fervientemente que hay algo en el hombre que no puede morir; es un revolucionario. Comparten sí, su gusto por las aporías de Zenón de Elea (la más famosa la de Aquiles y la tortuga). Joyce las reformuló en el Ulises: para contar un sólo día de la vida de un hombre, son tantos los detalles por narrar que es necesario un libro infinito. Kafka recupera las aporías en su narración de La muralla China: es tan vasto un país que, no importa cuan rápido galope un mensajero imperial, el mensaje nunca llegará a su destino. Ambas visiones influenciaron a Borges.

Se ha dicho también que Kafka es al espacio lo que Proust es al Tiempo. Proust tenía la vida resuelta, era rico y, por tanto, poseía todo el tiempo del mundo, pero debido a su condición de asmático e integrante de una sociedad dada al esnobismo, ese tiempo se le iba de las manos tan fugazmente que cuando tomó conciencia de ello, emprendió lo que ahora parece imposible: ¡recobrar el tiempo perdido! ¿Cómo? La respuesta es harto polémica: mediante la memoria y los libros. Kafka no tenía tiempo, por tanto su literatura era de corto aliento; sin embargo, su símbolo es el laberinto, el hombre está perdido, solo, en un mundo sin posibilidades de escape. El Proceso es el laberinto de la justicia, de los juzgados, de la vida misma convertida en culpa, El Castillo es un laberinto inusual, no se quiere salir sino entrar y K. nunca lo logra. Proust parte de la aristocracia francesa, Kafka de la burocracia austrohúngara. A ello se debe que Proust conciba la libertad como algo dado, es optimista, el legado del hombre es el arte y por eso vale la pena vivir; para Kafka, la libertad es algo por lo que hay que luchar incansablemente: los personajes de Kafka están oprimidos por las instituciones y tienen finales funestos. Ambos saben que la libertad del hombre está limitada: mientras Proust propone como lucha contra el tiempo la creatividad, Kafka propone la lucha contra las instituciones como solución. Ambos inauguran la literatura del yo, una literatura que explora los abismos que habita el hombre, ambos necesitan la soledad y el silencio para escribir. Proust forra de caucho su apartamento para evitar el ruido de la calle; Kafka celebra el tener una habitación para sí mismo porque “la noche nunca es demasiado noche” para entregarse a la escritura. Proust aborda los temas psicológicos y artísticos; Kafka, los sociopolíticos. Ambos configuran para siempre la literatura por venir. Proust, sin embargo, no pudo deshacerse del naturalismo, tuvo que llegar Kafka para que esto pasara. Tuvo que llegar este escritor checo y convertir a un humano en cucaracha para que nos diéramos cuenta de que la literatura es ese espacio donde todas las cosas son posibles.
Kafka no menciona a Dios, porque la literatura de Kafka se da en un mundo donde Dios ha muerto. Recordemos que Kafka fue un ferviente lector de Nietzsche. En su literatura, en él, las dos interpretaciones más famosas de la sentencia de Nietzsche: “Dios ha Muerto”, se cumplen. A saber, aquella que largó Heidegger sobre la caída de las grandes metáforas que daban soporte a la estructura psicológica del hombre; también la literal, la de María Zambrano, donde una espiritualidad dada y sin dudas ya no existe más. Siendo cual era lector de Bakunin, Nietzsche, Marx, Spinoza…, sería ingenuo pensar que Kafka estaba apegado a la religión judía, no, tenía influencia de la tradición judía, la respetó y la transformó, pero era ateo. Comprendió que, dadas las herramientas cognoscitivas del hombre, una frase como “Dios existe” es tan vacía e intrascendente como “El sol es una naranja”. Bubber argumenta que Kafka es un símbolo del judaísmo, y efectivamente lo es del pueblo judío, pero no de la religión. Northrop Frye tiene la interesante hipótesis de que El Proceso está basado en el Libro de Job, pero esta hipótesis es tan plausible como que la novela es una reescritura de Crimen y Castigo de Dostoievski (como sugiere Guillermo Sánchez), o que está basada en el Affaire Dreyfus, o que es una metáfora de su rompimiento matrimonial con Felice Bauer (teoría de Canetti) o una continuación de La metamorfosis en la que el padre ahora es representado por los tribunales (hipótesis de Saramago), etcétera. Tenemos, pues, dos conclusiones: Kafka no era religioso, sino espiritual, y El Proceso es la novela con más interpretaciones de la Literatura Universal.
Tampoco aparece la palabra judío en sus obras porque Kafka fue exiliado de todos lados, y después se exilió él mismo: era un judío que hablaba alemán en un país de mayoría católica que luchaba por imponer la lengua checa ante el dominio austrohúngaro. Kafka comprendió su condición de no pertenencia y sobre ella edificó su filosofía. Los personajes de Kafka no solamente son Kafka, son un hombre K. cualquiera, porque cualquiera puede vivir esas experiencias terroríficas sin importar su nacionalidad, su religión, su color de piel… Por desgracia los ejemplos abundan a lo largo del siglo XX. Ciudadanos perseguidos por la SS, la KGB, torturados en la ESMA; migrantes perseguidos por la justicia, sin derechos, sin tierra; persecuciones basadas en quién se es y no en qué se ha hecho. En La colonia Penitenciaria recrea un campo de concentración y adivina a Hitler: “Aquí yace el antiguo comandante, sus partidarios, que ya deben ser incontables, cavaron esta tumba y colocaron esta lápida. Una profecía dice que después de determinado número de años el comandante resurgirá; desde esta casa conducirá a sus partidarios para reconquistar la colonia. ¡Creed y esperad!”
La literatura de Kafka es política. Y esto no la hace una literatura menor como argumentan Gilles Deleuze y Félix Guattari, muy por el contrario, es una literatura acorde con la definición de arte de Tarkovsky, es decir, es una literatura que enseña a morir. A morir y a luchar incansablemente. En una carta a su amigo Oscar Pollak, fechada en 1904, Kafka escribe:
…sólo debería leerse aquellos libros que nos muerden o nos pican. Si el libro que leemos no nos despierta de un puñetazo en el cráneo, ¿para qué leer? ¿Para que nos haga felices, como tú me escribes? Vaya, nosotros seríamos igualmente felices si no tuviéramos libros y los libros que nos hacen felices podríamos, de ser necesario, escribirlos nosotros mismos. Tenemos, al contrario, necesidad de libros que obren sobre nosotros como una desgracia con la cual sufriéramos mucho, como la muerte de alguien a quien amáramos más que a nosotros mismos, como si estuviéramos proscritos, condenados a vivir en las selvas lejos de todos los hombres, como un suicidio —un libro debe ser el hacha que quiebre el mar helado en nosotros. He ahí lo que yo creo.
Y esto debería de ser un manifiesto del arte en este siglo XXI de arte vacío y sin sentido.
Por si fuera poco, Kafka es de los pocos escritores que, desde la literatura, ha influenciado la filosofía del siglo XX. Prueba de ello es que muchos de los filósofos más representativos del siglo han escrito sobre él: Camus, Arendt, Benjamin, Adorno, Di Cesare, y demás. Kafka es pensamiento. En nuestro mundo contemporáneo, sin duda alguna, Kafka estaría en contra del genocidio palestino, al igual que Hannah Arendt, Walter Benjamin, Rosa Luxemburgo, Marx, Spinoza (todos ellos judíos), porque hay una contradicción entre el pensamiento intelectual judío, la religión y sus principios y las acciones del Estado de Israel.
Así, pues, señoras, señores, ¿qué más se necesita saber para leer a Kafka?, ¿qué más?

Guillermo Arroyo Jiménez es actuario y economista. Autor del volumen de cuentos El Libro de las Artes (Proyecto Literal, 2016).